¿Gobierno de concentración? Que el nombre no haga la cosa

La semana pasada, al final de mi artículo Retrato de una semana en negro, hacía una reflexión acerca de la soledad del gobierno de Mariano Rajoy, aunque sería extensible a otros, como una muestra de su desbordamiento e incapacidad para conseguir cómplices políticos en las reformas que sin duda necesitamos para dar una salida a la crisis.

Unos días después, Ismael García Villarejo publicaba una noticia sobre los esfuerzos del actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, para lograr un gobierno de concentración una vez dada la puntilla a Rajoy, y algunos de nuestros lectores me hicieron llegar por diversos medios preguntas y comentarios sobre si me había convertido a la fe del que fuera alcalde de Madrid.

La respuesta es no y lamento volver a decepcionar a aquellos que no acaban de adivinar qué etiqueta ponerme. Del Gallardón de antes me gustaba su voluntad de marcar un perfil propio, independiente, pero no soportaba su falta de talle para concretarlo en algo tangible. Del actual, del ministro de Justicia, tengo una opinión manifiestamente mejorable, tanto que me costaría decirles, así, a bote pronto, algún acierto.

Pero volvamos a lo sustancial: la soledad del gobierno. Creo firmemente que las tareas que tiene por delante este país, el calado de las reformas que debe abordar, si queremos salir de esta crisis con un modelo económico y social más fuerte y sostenible y no con unos meros parches en nuestras cicatrices, son de una profundidad tal que superan con creces la capacidad en solitario de cualquiera de nuestras principales fuerzas políticas.

Cada una de ellas, y todas en conjunto, son demasiado débiles aunque aparentemente estén apoyadas en una sólida mayoría absoluta parlamentaria, caso del PP, o en una mayoría absoluta ideológica, caso del nacionalismo gobernante de CiU. Débiles los gobiernos y, por supuesto, débil la oposición, desde el PSOE hasta otras fuerzas menores.

Débiles, ¿por qué? Pues porque así lo reflejan claramente las sucesivas encuestas que vienen publicando los diferentes institutos de opinión, con el CIS a la cabeza. Líderes débiles, de hecho no hay ninguno que supere el cuatro (¡sobre 10!); es decir, lidercillos que no llegan ni a un suspenso decente. Débiles las fuerzas políticas, cuya credibilidad ante sus conciudadanos cae continua y peligrosamente.

Es urgente, pues, que dirigentes políticos, empresariales e intelectuales asuman que no hay siglas que puedan en solitario conducir la reconstrucción del país. ¿Es este convencimiento un apoyo a un gobierno de concentración? No necesariamente. Les aseguro que la fórmula es lo que menos me preocupa. Pongan ustedes, si así lo desean, en lugar de gobierno de concentración, pactos de La Moncloa II, o acuerdo nacional, o como prefieran. El nombre no debe hacer la cosa. Lo importante es compartir el diagnóstico –gravedad de la situación y debilidad de cada uno para encararla– y que aparezca el coraje para ponerle hilo a la aguja.

Sólo a partir de ese esfuerzo unitario, esperaría que surgiera la fuerza necesaria para un diseño más a fondo de las reformas necesarias y su ejecución. Me refiero, por ejemplo y en primer lugar, a una profunda reforma política que vaya más allá de reducir un 30% los concejales y pasar de 75 a 60 el número de diputados gallegos, a una reforma que introduzca competencia en el seno de los partidos políticos, que libere a la sociedad de la partitocracia actual y que establezca mecanismos que garanticen la independencia de los diferentes poderes que conforman el Estado; me refiero, por ejemplo, a reformas de la función pública que primen –otra vez la palabra- la independencia y productividad de los servidores públicos y no a quitarles en cada crisis una paga, una parte de su salario o unos complementos…

Reformas profundas, nacidas de un convencimiento compartido e implementadas con la autoridad que da la unidad, que seguramente acabarían incidiendo en comportamientos sociales y pondrían las bases de una cultura ciudadana diferente. Ojalá sea así.