Grecia y la continuación de la guerra por otros medios

La mayoría de los autores modernos coinciden en que el objeto último de la política no es el ejercicio ‘de los derechos naturales de cada hombre’ (1) o ‘la búsqueda de la felicidad’ (2); es, simple y llanamente, el poder.

Desde la prehistoria, la violencia, en combinación con otras estrategias, ha sido determinante en la imposición de un grupo sobre otro. Sólo en los últimos 70 años, la parte más ilustrada de la humanidad ha logrado reconducir el juego del poder por vías que excluyen la violencia –al menos la explícita–.

La ya larga Pax Europeana que disfrutamos desde 1945 y las instituciones supranacionales que la han hecho posible, no han eliminado la pugna entre naciones dentro de la Unión. Sólo han cambiado los medios: la política de los ejércitos se ha subrogado a la política de los ministerios de economía.

El poder ya no se impone en los campos de batalla, sino en los mercados globales; no se mide en divisiones –como en 1914 o 1939–, sino en el PIB y en el peso del sector financiero de cada estado miembro en el mundo. 

Los objetivos nacionales se logran mediante la combinación de diplomacia y peso económico, junto con el llamado soft power (poder suave): persuadir, convencer y ganarse a las opiniones públicas propias y ajenas para que avalen –o al menos no impidan– las decisiones tomadas en pasillos y cenáculos. Pero, tras los formalismos, el juego del poder perdura: unos países mandan y otros siguen; unos piden y otros pagan; y el que paga impone condiciones.

La llegada de Syriza al poder y su pretensión de negar la mayor –la dura penitencia impuesta por la Troika (Comisión, BCE y FMI) a cambio de rescatar al país de la ruina financiera en que lo dejó el centro-derecha y el PASOK–, ha terminado de despejar cualquier ilusión que pudiera quedar sobre la UE como club colaborativo y solidario.

A la vista han quedado sus feas hechuras interiores y su carácter de campo de batalla virtual. Si la victoria electoral de Alexis Tsipras en enero, y sus implicaciones para diferentes países –entre ellos España– ya había generado entre los ortodoxos un mal disimulado estado de irritación; el descaro de convocar un referéndum sobre las últimas propuestas del Eurogrupo y su resultado –particularmente embarazoso para Angela Merkel– transformó el fastidio en abierta hostilidad.

Noam Chomsky, laureado lingüista, pensador y activista norteamericano, pronosticó en marzo que el mainstream europeo sería ‘brutal’ contra Tsipras por el efecto contagio que representa entre sus electorados y desencadenaría una auténtica ‘guerra de clases’ en el seno de la Unión.

¿Guerra? Por una razón u otra –política interna, electoralismo, mediocridad de unos líderes incapaces de trascender de lo inmediato y lo local– el dossier griego es la escenificación descarnada de que la política europea, parafraseando a Carl von Clausewitz a la inversa, se ha convertido en ‘la continuación de la guerra por otros medios’.

Ambos contendientes presentan argumentos sólidos y legítimos que avalan sus posiciones. Ambos se deben a sus respectivas poblaciones. Tsipras tiene el deber de suavizar las durísimas condiciones impuestas para rescatar a su país de la insostenible situación creada por sus antecesores. Los gobiernos acreedores, por su lado, tienen igual obligación de asegurar el cumplimiento real de los compromisos de Atenas, cuyos gobiernos hasta la fecha han eludido los males sistémicos de Grecia como la corrupción, la impunidad fiscal o el gasto militar desproporcionado.

Cuando Syriza llegó al poder, algunos creyeron que la savia incontaminada de los radicales podría ser un revulsivo positivo en la negociación con Europa. Pero nadie contó con las actitudes personales y con el tóxico efecto de la manía que unos y otros interlocutores han llegado a tenerse y la total erosión de la confianza resultante.

Son personalidades egocéntricas, tan incapaces de evitar el exabrupto como de generar empatía, como Yanis Varufakis han rivalizado en torpeza con otras como la de Jeroen Dijsselbloem, tan altivo como inepto en la presidencia del Eurogrupo.

O Christine Lagarde, más preocupada por cultivar su imagen de Dama de Titanio cara a una supuesta aspiración presidencial en Francia que de jugar un papel de mediación. Sin olvidar a nuestros Mariano Rajoy y Luis de Guindos, con su doble agenda: desgastar a Podemos y al PSOE al tiempo que se postula al segundo como recambio del holandés al frente del Eurogrupo.

Entre acusaciones mutuas y gestos dirigidos a las respectivas parroquias nacionales, el espectáculo ofrecido ha puesto a prueba la fe incluso de los más devotos europeístas. Mientras tanto, los ultras, nacionalistas y euroescépticos de toda condición, agazapados en los márgenes de la política europea, preparan sus pancartas con un ‘os lo advertimos’ en varios idiomas a la espera de un gran fracaso final.

En las contiendas políticas de nuestro tiempo, las opiniones públicas –y las publicadas– importan. El poder del fuerte no es absoluto. El débil –el underdog— también es capaz de obtener ventajas si sabe usar las armas a su disposición: la generación de simpatía, confianza y solidaridad que permita a potenciales aliados asumir, aunque sea parcialmente, sus argumentos frente a los del actor principal.

La nueva propuesta de rescate con la que Tsipras y Euclides Tsakalotos –sucesor del incinerado Varufakis– se han presentado en Bruselas abren la puerta a un último intento in extremis de acuerdo. Nada permite abrigar excesivas esperanzas. Al contrario, el devenir de los pueblos está jalonado por demasiados accidentes de la historia como para esperar un desenlace feliz. Lo que es seguro es que solo si se evitan los excesos –verbales y doctrinales– y los apremios de la política local, se podrá reconducir esta Batalla de Grecia.

Es tiempo de estadistas; de invocar el espíritu de Schuman, Adenauer y Monnet; o al de Pericles y Solón, si se prefiere. Un sector recalcitrantemente optimista de la opinión aún piensa que la dirigencia no dejará que el fracaso se consuma y que el Euro, y todo lo que representa, quede irremisiblemente dañado. Al que suscribe, sin embargo, no le sorprendería ver de nuevo defraudado su europeísmo. El drama griego pasaría entonces a ser –como parece corresponderle por tradición– pura tragedia

Notas:
Declaración de los Derecho del Hombre y del Ciudadano, Asamblea Nacional Constituyente francesa, 26 de agosto de 1789.
Declaración de Independencia de Los Estados Unidos de América, 4 de julio de 1776

*Socio Fundador Conduit Market Engineers