¿Independencia?, no, revolución

La élite dirigente en Cataluña puso en marcha un proyecto con la bandera de la independencia, como manera para presionar a Madrid, pero acaba en una revolución

Fue bonito mientras duró. Un movimiento alegre, nacido de la crisis económica y como reacción a la insatisfacción que provocó el proceso del Estatut en la parte de la sociedad catalana más sensibilizada con el autogobierno. Niños, niñas, padres jóvenes, clases medias, adolescentes crecidos con el Club Super 3 –Uh! Oh! No tinc por! (¿ven de dónde vienen las cosas)– y las canciones de Els Pets… todo muy mediatizado por lo catalán y en lengua catalana. Eso fue el inicio del proceso soberanista, ilusionante para muchos, que veían en el horizonte de 2014, con el tricentenario de 1714, una buena oportunidad para lograr un nuevo salto para Cataluña, fascinados por la novela Victus, de Sánchez Piñol.

Pero acaba mal. No es la independencia lo que está en juego. Es una lucha de intereses, una pugna política interna del soberanismo, que ha capitalizado un grupo que estaba escondido en los municipios de la Cataluña interior, y en algunos barrios de Barcelona, que, a pesar de declararse independentista, lo que desea es desestabilizar el sistema, poner en solfa lo que llama el “régimen del 78”, con la pretendida idea de que logrará una mayor justicia social. Son los sans-culottes catalanes, aunque algunos, lejos de pertenecer a las clases populares, son hijos de maduros exconvergentes con un patrimonio más que aceptable.

El inicio del proceso fue alegre, con canciones de Els Pets, pero acaba mal, con malas formas

Ese grupo es la CUP, que lleva marcando la agenda política en Cataluña en los dos últimos años, y que ha logrado –es muy difícil entender el suicidio de Convergència, aunque lo tuviera difícil después de la confesión de Jordi Pujol y de los casos de corrupción—que todo gire alrededor de las movilizaciones, de la insurgencia, en definitiva de la revolución.

Porque eso es lo que prima en estos momentos: una revolución capitaneada por unos pocos, que pretende que sea seguida por unas clases medias que, en comparación con el resto de España y con muchas regiones europeas, gozan de una situación envidiable. ¿Es eso posible? Sí, si se adereza con cantos a la sentimentalidad, con buena propaganda y con supuestos agravios, que siempre tienen una parte de verdad.

Ahora llega el momento de la insurgencia, de la revolución, y se pedirá apoyo de los soberanistas de salón

Ahora ha llegado el momento. De la reacción de esas clases medias, que se sienten catalanas, que creen que los gobiernos españoles no han estado a la altura en los últimos diez años, –y tienen, de nuevo, algunas razones—depende el éxito de la operación que lidera la CUP, junto a ERC y una parte del Pdecat, además de todos esos exconvergentes retirados, con buenas pensiones, que se han rejuvenecido en las filas de la ANC.

Pero puede que el espectáculo de este miércoles en el Parlament, con la aprobación a las bravas de la ley del referéndum, abra los ojos de muchos de esos valientes de salón, que serán llamados para ocupar las calles y hacer ver, con el ánimo de convencer a sus amigos y allegados, que es el Gobierno español el que cercena la democracia. La tarea es hercúlea, porque la evidencia es la contraria. Pero también es verdad que unos pocos, bien cohesionados, pueden provocar cambios históricos de envergadura.

La tarea de los soberanistas para hacer ver que Rajoy es antidemócrata es hercúlea, porque la evidencia es la contraria

No se trata de la independencia, es la revolución. Y no parece –nos podemos equivocar—que la mayoría de catalanes esté por provocar una ruptura traumática con el resto de España. En gran medida porque, guste o no, España es un estado de derecho, con un Gobierno, con instituciones, que, pese a sus dificultades, siguen funcionando, en el seno de algo tan complejo pero tan maravilloso y único –miren en un atlas el resto de países en el planeta—como la Unión Europea.