La colonización partidista de la dirección pública 

El Ejecutivo catalán cuenta con más de 600 altos cargos, eventuales, directivos del sector público y otros cargos de confianza

Hace unas semanas Junts per Catalunya decidía romper con sus socios de Esquerra Republicana y abandonar el Ejecutivo tras una votación interna de la militancia. La decisión no solamente supone un cambio de rumbo importante para el resto de la legislatura, también implica una remodelación sustancial de la composición de la alta función pública catalana.  

El Ejecutivo catalán cuenta con más de 600 altos cargos, eventuales, directivos del sector público y otros cargos de confianza. El sector público dispone también de 180 directivos, especialmente en el ámbito de la salud y de territorio, al frente del transporte público e infraestructuras, entre otros. Otros cargos no son nombrados directamente por la Generalitat, pero sí propuestos por el Ejecutivo − uno de los más codiciados es el de la presidencia del Puerto de Barcelona, hasta ahora en manos de Damià Calvet, de Junts. 

Además, los directivos del sector público pueden contratar a sus asesores, los cuales no aparecen en los informes de la Generalitat y dependen de cada una de las entidades o empresas públicas. Igualmente, los consejeros pueden cambiar a los subdirectores generales de cada departamento, cargos que pueden desempeñar solo funcionarios que reciben un complemento por la responsabilidad, pero son siempre elegidos −o ratificados− por una decisión política. 

Uno de los vicios políticos en nuestro país es hacer siempre tabla rasa de los trabajos anteriores y empezar de nuevo cada vez que entra un nuevo gobierno – en este caso incluso en mitad de la legislatura. Como hemos presenciado estos últimos días, los cambios de gobierno conllevan ceses en masa y una pérdida absoluta de conocimiento estratégico.  

El informe anual de la OCDE sobre gobernanza y finanzas públicas constata que España es, junto con Turquía, el único país en el que cambian entre el 95 y el 100% de los altos directivos públicos cuando se produce un cambio de gobierno. La Generalitat, por su parte, reproduce a la perfección las disfuncionalidades del sistema estatal.  

Esto es así porque las estructuras directivas del sector público tienen una elevadísima penetración de los partidos. De hecho, la mitad de los altos cargos públicos en Cataluña cambiarán su titular durante el transcurso de las próximas semanas. Nuestras instituciones conciben la alta dirección pública como bolsas de clientelismo político de las formaciones de gobierno. Estos nombramientos de carácter discrecional inciden negativamente en la confianza en las instituciones por parte de los ciudadanos, la calidad institucional, y la eficacia y eficiencia de la gestión pública (Dahlstrom y Lapuente, 2018). 

Las ricas y dilatadas experiencias del mundo anglosajón (Senior Executive Service o Senior Civil Service) o de los países nórdicos, así como la traslación de estos modelos a sistemas de administraciones públicas de factura continental como nuestro vecino Portugal, ofrecen muestras evidentes de los beneficios de la implantación de una dirección pública profesional en la gobernanza pública.  

En el contexto económico y social actual, se hace necesario que el sector público sea capaz de mejorar su calidad y capital humano

Una dirección pública profesional no es sinónimo de una tecnocracia endogámica, cerrada a los cuerpos funcionariales o a los cuadros de una determinada escuela de administración pública, sino una meritocracia abierta, capaz de atraer talento de la academia o del sector privado. 

De hecho, este modelo ya existe en el sistema de salud catalán: desde 2012 la profesionalización de la gerencia de los ambulatorios y nuevos centros de atención primaria ha sido y es un motor de cambio e innovación, al servicio del interés público. En el sistema educativo no se ha conseguido el mismo cambió: la idea de formar, capacitar y acreditar un ‘pool’ de potenciales directivos de escuelas públicas, que optarían a las plazas abiertas con proyectos educativos adaptados y una retribución más libre y ligada a los resultados cumplidos, no superó la reacción corporativa de los sindicatos. 

En nuestra Administración, el desarrollo de la gestión pública se ha visto constreñido tanto por la colonización política del espacio directivo, como por las limitaciones del modelo burocrático incapaz de desarrollar nuevas capacidades directivas. Solo la cultura patrimonial y la visión estrecha de una política de corto plazo pueden justificar que con cada cambio de gobierno o de consejeros se renueven los equipos directivos que, comienzan, así, a aprender sobre una hoja en blanco. Costes elevadísimos en tiempo, en políticas y en dinero. También en (peores) servicios a la ciudadanía. 

Desde el Instituto Ostrom iniciamos una campaña en 2021 a favor de la profesionalización de la dirección pública, con el apoyo de académicos y expertos referentes a nivel internacional. El manifiesto pide a los grupos parlamentarios que adopten formalmente el compromiso de reanudar la tramitación del Proyecto de ley de ordenación del Sistema de Dirección Pública Profesional de la Administración, en punto muerto desde hace más de cinco años, incluyendo notablemente la apertura internacional de los concursos; y estableciendo como objetivo que el Gobierno apruebe el Estatuto de la Dirección Pública Profesional. 

Ahora bailan de nuevo, en el sector público catalán, cientos de cargos de gerencia pública. Si el gobierno de Pere Aragonés, como anunció en marzo de 2021, hubiera promovido una Ley de dirección pública profesional, esa coreografía sería probablemente más meritocrática y menos partidista.  

En el contexto económico y social actual, se hace necesario que el sector público sea capaz de mejorar su calidad y capital humano. Tenemos centenares de directivos públicos que se nombran mediante sistemas de discrecionalidad partidista. Estos cargos directivos podrían ser designados mediante criterios de igualdad, mérito, capacidad, publicidad y competencia, similares a los de la empresa privada, y separando su periodo en el cargo del ciclo electoral. Así lo han hecho innumerables democracias avanzadas y algunos países en desarrollo, pero no el nuestro.