La infame politización de las cajas
Miguel Blesa ya ha dormido en la cárcel por su nefasta gestión al frente de Caja Madrid. Es el primero de los grandes prebostes de cajas de ahorro que pernocta en el hotel rejas. Nuestra justicia arrastra la merecida fama de ser lenta hasta la exasperación, pero cuando se pone en marcha es como un panzer alemán. Otros mandamases van camino de acabar igual.
Así, la fiscalía de la Audiencia Nacional pide tres años y medio de cárcel para Ricard Pagès y otros tres altos directivos de Caixa Penedès. Les imputa un delito societario continuado de administración desleal por autoconcederse de manera irregular casi 32 millones de euros en planes de pensiones.
También lo tienen crudo los ex líderes de Banco de Valencia, filial de Bancaja, que acabó integrada en Bankia. Se les achacan diversos delitos de apropiación indebida y administración desleal. Esta semana, el juez Santiago Pedraz admitió tres querellas contra ellos y estudia otras cuatro pendientes.
Figuran entre los encartados el ex consejero delegado Domingo Parra y los promotores Salvador Vila, Juan Bautista Soler y Joaquín Rivero. Una de las operaciones más polémicas del Valencia fue el otorgamiento de un crédito de 300 millones a Juan Bautista Soler para que comprara acciones de la inmobiliaria Metrovacesa. A la sazón, Soler y su socio Joaquín Rivero andaban enzarzados en una batalla campal contra el magnate catalán Román Sanahuja por el control de ese gigante del ladrillo.
El asalto de unos y otros acabó como el rosario de la aurora. Pinchó la burbuja, las acciones de Metrovacesa se desplomaron y Soler, Rivero y Sanahuja se quedaron colgados de la brocha, deudores de créditos multimillonarios avalados por unos títulos cuyo valor caía en barrena. El final es conocido: la banca ejecutó los créditos y tomó el control de la compañía. Esta semana culminó la OPA de exclusión lanzada por los señores del dinero, que implica la salida de Metrovacesa de la bolsa tras cotizar en ella durante más de medio siglo.
Pactos contra natura
El final de Blesa no puede ser más aciago. Llegó a la presidencia de Caja Madrid en 1996. En su tarjeta de presentación lucía el singular título de amigo íntimo de José María Aznar (PP), gracias al cual logró auparse a la poltrona. Blesa conocía a Aznar desde que ambos preparaban las oposiciones a inspectores de finanzas y tributos. Asimismo, compartieron el primer destino, Logroño, y el alojamiento en la capital riojana.
Al escalar la cúspide de la caja, el bagaje de Blesa como gestor empresarial era literalmente nulo. Durante su etapa de funcionario de Hacienda no logró llegar ni a jefe de negociado. Más tarde, cambió de acera y abrió despacho de asesor fiscal.
Sus primeros años al frente de Caja Madrid fueron plácidos. Pero corriendo el tiempo estallaron pendencias entre diferentes facciones del PP madrileño empeñadas en controlar la caja. En un bando se situó Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad, tutelante de la entidad. En otro, el alcalde de Madrid Alberto Ruiz-Gallardón.
Para salvaguardar su cargo, Blesa pactó con Gallardón, con los socialistas madrileños, con CCOO y con la patronal CEOE. Todos los participantes en la componenda recibieron unas prebendas de escándalo. Fue aquello un totum revolutum incestuoso que politizó ad nauseam el máximo órgano de gobierno de la caja.
Blesa no contaba con que años después otra facción del PP, capitaneada por Rodrigo Rato, ansiaba su sitial. El ex vicepresidente del Gobierno movió bien sus peones y consiguió poner de acuerdo a cuantos manejaban el cotarro de la institución. Es decir, a los miembros del PP, del PSOE y de CCOO. Para granjearse su respaldo, Rato disparó también con pólvora del rey y les prometió cargos y chollos, en otra insólita merienda de negros.
El desastre de Bankia ha arruinado a 300.000 accionistas y a 200.000 tenedores de participaciones preferentes. Y encima, los contribuyentes han tenido que pechar con la factura del rescate, cifrada en más de 22.000 millones de euros.
Quebrantos descomunales
Blesa es el primero de los grandes caídos. Pronto le harán compañía varias docenas de ex dirigentes cajeros encausados en sumarios sobre otros agujeros insondables. Un caso más de politización hasta el tuétano es el de CatalunyaCaixa, ahora reconvertida en CatalunyaBanc. Los socavones provocados bajo el mando de Antoni Serra Ramoneda y luego de su ilustre primo Narcís Serra se elevan a 12.000 millones ya contrastados y otros 2.000 latentes. En términos relativos, el desastre supera con creces al de Bankia.
Tampoco debe llegarle la camisa al cuerpo al socialista Juan Pedro Hernández Moltó, ex jerarca de Caja Castilla-La Mancha, primera entidad intervenida y salvada con 3.000 millones de dinero público.
La brutal crisis que padecemos tiene su origen en la alocada financiación que las cajas suministraron al sector de la hormigonera. El inefable Miguel Ángel Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España en tiempos de Zapatero, desoyó las reiteradas advertencias de sus propios inspectores y no movió un dedo para frenar la demencial expansión crediticia.
Mientras se fraguaba la catástrofe, los gestores de las cajas se dotaron de sueldos fastuosos y de finiquitos estratosféricos, en un alarde de corrupción consumada con la connivencia de los jerifaltes de cada casa y sus respectivas formaciones políticas. Una de las enseñanzas que nos depara este nauseabundo espectáculo es que donde la política pone sus manos pecadoras no vuelve a crecer la hierba.