La Ley Concursal, un bodrio en constante reforma

El filósofo francés Descartes dejó dicho, cuatro siglos atrás, que los estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de estricta observancia. En España, ha sido costumbre promulgarlas a tontas y a locas durante los últimos lustros, con dos consecuencias indeseables. Una, que se incumplen olímpicamente. Segunda, que hay que enmendarlas al poco tiempo.

Esto es cabalmente lo que viene ocurriendo con el engendro de la Ley Concursal, reguladora de las situaciones de insolvencia empresarial y personal. Ahora, el Gobierno anuncia otro retoque del dichoso precepto. Hasta el Fondo Monetario Internacional ha pedido al Ejecutivo que introduzca cambios inmediatos, sobre todo en lo que atañe a la protección de las pymes y los autónomos, es decir, la inmensa mayoría de los actores económicos del país.

La norma entró en vigor en septiembre de 2004, tras casi treinta años de discusiones y cabildeos en el seno de los órganos parlamentarios. Significó unificar en una sola figura, llamada concurso, los cuatro procedimientos existentes hasta entonces, a saber, suspensión de pagos, quiebra, concurso de acreedores y quita y espera. Así mismo dieron en crearse los juzgados mercantiles, con magistrados expertos en la materia.

La flamante ley, apadrinada por el ministro Juan Fernando López Aguilar, un canario de facundia exuberante, vio la luz entre una nube de loas entusiastas. El aparato de propaganda socialista empuñó el botafumeiro y proclamó sin un atisbo de pudor que el concurso sería un instrumento perfecto para salvar las compañías del desplome.

Pero pronto se vio que el texto recién nacido distaba mucho de ser magistral. Presentaba lagunas, algunas de ellas oceánicas. Incurría en contradicciones. Y adolecía de yerros manifiestos, que hubo que corregir sobre la marcha. A medida que brotaban sucesivamente decretos y más decretos, el entusiasmo de los iniciales aduladores se enfrió púdicamente.

Remiendos incesantes

Desde que la disposición apareció en el BOE, ha experimentado alteraciones notables en al menos tres ocasiones. Ahora va por la cuarta. Se ha revelado un fracaso flagrante, sobre todo, en su cacareado objetivo de salvar el máximo número de empresas. Acontece que entre el 90% y el 95% de las firmas insolventes acaba en liquidación, con el habitual e implacable reguero de damnificados.

Uno de los puntos más polémicos, que el Gobierno quiere acotar, es el relativo a la alta retribución de los administradores concursales. Éstos se lamentan ante quien quiera oírles de que muchos expedientes no les proporcionan un céntimo, porque en su mayoría los protagonizan pymes exhaustas y a punto de dar las últimas boqueadas. Ocultan ladinamente que su gratificación en otros tropiezos de mayor tamaño, puede equivaler a un premio gordo de la lotería.

En este último caso se encuentra el terceto de interventores que ha gestionado el fiasco de la inmobiliaria galaico-madrileña Martinsa Fadesa. El factótum de la compañía, Fernando Martín, asegura haber satisfecho la fruslería de 20 millones de euros a Antonia Magdaleno Carmona, Ángel Martín Torres y Antonio Moreno Rodríguez, por sus honorarios en los dos años y medio escasos que manejaron el percance. Tengo para mí que, dada la ruinosa situación de Martinsa, la percepción de semejante fortuna constituye a todas luces un abuso detestable y una salvajada repugnante.

No está de más recordar que la anterior ley sobre suspensiones de pagos se promulgó en 1922, a raíz de la crisis del Banco de Barcelona. Tuvo de impulsor al ministro y jurista catalán José Bertrán Musitu. Tal código perduró nada menos que 82 años, pese a la inmensa mutación que el tráfico mercantil fue experimentando en tan dilatado periodo.

En cambio, la bazofia expelida por el lenguaraz López Aguilar apenas resistió incólume el transcurso de un quinquenio. Sus sucesores se ven obligados ahora a aplicarle continuos parches. Y lo que te rondaré, morena.