La poca fiabilidad del presidente Sánchez

El presidente del Gobierno arrastra un histórico de traiciones y palabras incumplidas que generan dudas y recelos entre sus potenciales socios

Los que han tenido que negociar en algún momento con Pedro Sánchez aseguran que no es de fiar. Sus modos y su forma de actuar son correctas y amables. Eso sabe hacerlo. Sin embargo, sus acuerdos pueden saltar por los aires en cualquier momento si los aires provocan un cambio en el estado de opinión.

Existe un largo listado de declaraciones que apuntan hacia esta idea. Las primeras, no podía ser de otra forma, vienen desde la oposición. Pablo Casado, y en su tiempo Mariano Rajoy cuando fue presidente, declararon con claridad que Sánchez, como dirigente, no era de fiar.

En esa misma línea son los comentarios que se atribuyen a los colaboradores en su gestión. Lo ha afirmado en más de una ocasión Pablo Iglesias, Gabriel Rufián, Ana Oramas y hasta Inés Arrimadas que, a pesar de estar en las antípodas en muchas ocasiones ha declarado, junto a Albert Rivera, la nula fiabilidad de Pedro Sánchez.

Arrimadas es mucho más concreta. “No me fío de Sánchez”. Lo ha dicho en público y en privado. En el Congreso de los Diputados y en rueda de prensa. Y mucho de ello fue lo que frustró, en aquel momento, las negociaciones de la penúltima legislatura que obligó a convocar elecciones.

El ejemplo más claro que las hemerotecas conservan sobre la fiabilidad de Sánchez fue su famosa imposibilidad de conciliar el sueño si Pablo Iglesias acabara en el Gobierno. Con melatonina o valeriana Pedro Sánchez aparenta buena forma, lo que demuestra que sus afirmaciones están muy lejos de explicar lo que piensa y cerca de perseguir sus ambiciones.

El ejemplo más claro que las hemerotecas conservan sobre la fiabilidad de Sánchez fue su famosa imposibilidad de conciliar el sueño si Pablo Iglesias acabara en el Gobierno

Un Gobierno con un presidente poco fiable adquiere unos tics que se trasladan a la gestión. Los ministros acostumbran a trabajar en esta zozobra. Los ministerios son otra cuestión. Las estructuras de un Estado potente y organizado como España, aunque a veces sea para mal, están por encima del último que acaba de llegar. En muchas ocasiones es el funcionariado, por mucho que se lo critique, quien salva los muebles y los cimientos no se resquebrajen.

Los ministros se acostumbran a este zarandeo. Menos Salvador Illa, que mantiene una gestión en paralelo y con una visualización pública que parece jugar en otra liga, el resto van respondiendo a las minicrisis que van generando las contradictorias declaraciones de unos y otros. Sea el ministro de Consumo, Alberto Garzón, o la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, o el de Interior, Fernando Grande-Marlaska.

Todos se han habituado a corregirse sin apenas despeinarse. Un don que tienen los malos ejecutivos o los equipos que, en su propia rutina, juegan a la contradicción antes comentada.

En resumen, la crisis de la Covid-19 esconde muchas carencias de gestión. Nada hubiera sido igual en nuestras vidas sin esta maldita proteína. ¡Por supuesto! Pero al Gobierno le ha facilitado un enemigo común que ha conseguido armonizar en lo posible diferentes acciones. De no ser así, seguiríamos con Franco o el aborto.

Es difícil aceptarlo, pero con el dictador los diferentes gobiernos socialistas siempre han tenido un sustento comunicativo para aislar las meteduras de pata habituales. Lo de ahora son palabras mayores.

Y así, el ministro que llegó a la Sanidad para ejercer de conector avanzado entre el gobierno sociopodemita y el procés porque era un ministerio con poco contenido se ha convertido en el bálsamo o el reclamo perfecto para unificar criterios en las reuniones del Consejo de Gobierno. Y no porque lo hagan bien, sino porque no hay nada peor por donde llamar la atención. Paciencia.