Los muy leales independentistas de Su Majestad

La política le debía hasta ahora a Gran Bretaña aportaciones como la ‘Magna Carta’, los primeros sindicatos y la noción de ‘leal oposición’. Ahora, cuando faltan días para que el Reino Unido tome la decisión más trascendente de su reciente historia, los británicos nos regalan una nueva categoría: sus ‘muy leales independentistas’.

Nicola Sturgeon, líder del Partido Nacional Escocés (SNP), se ha entregado sin reservas al bando del ‘remain’ (permanecer) en la apasionada y artera campaña en torno al brexit, en la que la agitación de las emociones y la manipulación de los datos se han convertido en el principal argumento cara al referéndum del próximo día 23.

El premier conservador David Cameron se comprometió a la consulta como fórmula para apaciguar la rebelión euroescéptica de los tories más nostálgicos, nacionalistas y escorados a la derecha.

Como hiciera con el referéndum escocés de 2014, pensó que ganarlo sería fácil. Ahora, también como en Escocia, donde sólo una movilización de última hora evitó la secesión, las encuestas, que hace pocas semanas daban ventaja a la permanencia, señalan que el abandono del Reino Unido no sólo es posible sino hasta probable si no se detiene el auge del ‘leave’ (salir).

En estos tiempos de populismo, resentimiento contra las élites, aversión a los burócratas y miedo al diferente, los campeones del brexit han encontrado un terreno fértil para sembrar su mensaje y recoger una masiva y creciente oleada de apoyo. Todo ello en nombre de la democracia y una concepción entre kitsch y xenófoba del ‘britishness’, de lo inglés.

Gentes de escasa calidad como Nigel Farage, líder del nacional-populista y antieuropeo UKIP, han logrado convencer a millones de británicos que lo sensato, lo patriótico y lo rentable (hasta han acuñado el término ‘dividendo de la independencia’) para su futuro es abandonar la Unión. Las pasiones se han desatado hasta tal punto de que algo tan poco inglés como el asesinato de un político –el de la diputada laborista Jo Cox, cuya motivación es incierta a la hora de escribir– se ha atravesado en la campaña. 

Y es que políticos cuya excentricidad no oculta ni su ambición ni su falta de escrúpulos como Boris Johnson mienten a la cara a los ingleses. Como si su lema fuera ‘whatever it takes’ (lo que haga falta), el brexit es la excusa perfecta para desbancar al desnortado Cameron del liderazgo del Partido Conservador y convertirse en Primer Ministro.

Sturgeon no es la única voz escocesa que se ha alzado con vigor en defensa de la permanencia. Gordon Brown, primer ministro laborista entre 2007 y 2010, ha irrumpido en la campaña con un elocuente vídeo filmado en las ruinas de la catedral de Coventry, destruida durante el blitz de la Luftwaffe alemana en 1940.

Brown es uno de esos políticos, denostados en su tiempo, que su país rescata en momentos de zozobra. Muchos le atribuyen el mérito de haber frenado in extremis el triunfo del sí en Escocia. Su llamamiento a que Gran Bretaña «no abandone sino encabece Europa» (‘lead not leave’) juega, igual que hacen los brexiteers, con las emociones. Brown también se envuelve en la Union Jack, solo que lo hace para decir que lo verdaderamente inglés es quedarse dentro y ponerse al frente de la UE.

Personajes como Sturgeon y Brown muestran que el gen dickensiano de la política británica –«fue la mejor de las épocas y la peor de las épocas; la edad de la sabiduría pero también de la estupidez» (Historia de Dos Ciudades, 1859) sigue vigente. Y son el contrapunto a otras figuras que, llegado el momento de la verdad, han revelado su tibieza y falta de espinazo.

El principal exponente de ese grupo es el nuevo líder laborista, Jeremy Corbyn, a quien le está costando defender el sentimiento mayoritario de su partido a favor de la permanencia. Probablemente porque Corbyn, en el fondo de su corazón socialista y pre-New Labour, no cree en la Unión Europea.

Su trayectoria –el voting record anglosajón que acompaña a los políticos hasta su tumba— así lo acredita. Votó contra la permanencia en el referéndum de 1975, se opuso al Tratado de Maastricht en 1993 y nuevamente votó contra el Tratado de Lisboa en 2008.

Dividido entre sus convicciones y las de su partido, su apoyo al ‘remain’ suscita tantas dudas que, tras el 23-J, el laborismo británico hará bien en re-evaluar si Corbyn es el soplo renovador de aire fresco que se anunciaba o, simplemente, lo que aparenta: un vejete gruñón y cabreado, empeñado en enfrentarse al siglo XXI con ideas de siglo XIX.

La pulsión aislacionista británica –y el euroescepticismo en general—no se explica sin una Bruselas que regularmente ha ignorado las advertencias sobre su desconexión del día a día de las personas. Ni sin una UE en la que se ha rebajado deliberadamente el calibre de sus líderes para convertirlos en meros funcionarios controlables desde las cancillerías nacionales… principalmente Berlín.

Y no sería posible sin la eclosión de las nuevas tecnologías, que han permitido que la principal arma del populismo –la repetición ad nauseam de una mentira hasta transformarla en verdad comúnmente aceptada— se haya convertido en un proceso prácticamente instantáneo y masivo.

La verdad y la integridad en la política son hoy víctimas de la viralidad y del trending topic. En 1999 Nigel Farage entró por primera vez en el Europarlamento con la etiqueta de anomalía. Como cuando el gurú del PP, Pedro Arriola, llamó frikis a Podemos, el error fue no ver que su retórica solo necesitaba una audiencia masiva. En cuanto la tecnología se la dio, él, y los demás populistas que han brotado a ambos lado del Atlántico, se han convertido en una ofensa a la decencia –y una amenaza— sólo comparable al fascismo del siglo pasado.

Como ocurrió en Escocia, el referéndum sobre la UE también presenta paralelismos con la política catalana, particularmente llamativos ahora que el vértigo se apodera de las cancillerías y de los índices bursátiles.

El principal es la imposibilidad de controlar un proceso basado en la exacerbación de las emociones y la confrontación del ellos contra el nosotros. Cameron soltó ese tigre creyendo que lo podría domar pero solo consiguió envalentonar a sus enemigos dentro del partido conservador.

Artur Mas quiso surfear la ola del desafecto hasta las orillas de Itaca sin despeinarse. Hoy, Carles Puigdemont, Francesc Homs y los albaceas de CDC han aprendido lo arriesgado que resulta cabalgar a lomos de la ANC y la CUP.

Y, finalmente, el propio mecanismo por el que se pretende dilucidar la suerte futura del Reino Unido –o de Cataluña, llegado el caso— también se va a someter, calladamente, a examen. ¿Puede honestamente despacharse una cuestión tan trascendente como el brexit en un proceso binario como un referéndum?

¿Hasta qué punto es realmente democrático que una decisión que requeriría una compleja y lenta reversión en caso de que Gran Bretaña quisiera volver a la UE, se fíe a un clima de opinión temporal, condicionado por una coyuntura concreta, unos argumentos emocionales y un contexto exterior determinado que, en pocos años –incluso meses—pueden ser sustancialmente diferentes?

«Parecía una buena idea en su momento» no es la frase que uno querría ver en los libros de historia para explicar la salida inglesa de la Unión. Ni a un charlatán populista como Boris Johnson como próximo inquilino del Número 10. En otras palabras: Please stay.