Mucha ideología, poca diversión

Las nuevas izquierdas han cambiado el debate -de hecho, han matado el debate- y han empezado a imponer nuevas desigualdades a través de malas leyes

La tradición ministerial de ir con guantes morados a las manifestaciones del 8M se inició y acabó en 2020, el año de la pandemia, del “no se podía saber” y el “sologripismo”. Esta vez la novedad ha sido la ostentosa confrontación interna, no del feminismo, como se ha escrito, sino de los miembros del gobierno de coalición. Distintas convocatorias y actos separados de Pedro Sánchez, Irene Montero y Yolanda Díaz han expuesto la capacidad autodestructiva de las llamadas políticas de identidad.  

El auténtico feminismo sigue estando donde estaba, en la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Sin embargo, las izquierdas contemporáneas están en otras partes, ya que han pervertido la legítima reivindicación convirtiéndola en un arma electoral, en un arma para disparar sin preguntar. En la última ola del feminismo, los eslóganes son más importantes que los argumentos y el odio está mejor valorado que la verdad. Presumen toda culpabilidad a cualquier hombre y, así, poseídos y poseídas, escriben leyes con escritura automática, sin leer los informes jurídicos y sin pensar.  

El resultado no podía ser otro: ningún gobierno ha infligido tanto daño a las mujeres como este, el supuesto gobierno más feminista de la historia. Mientras la parte podemita impulsaba una ley que acabará beneficiando a miles de violadores y agresores sexuales, el partido de Tito Berni reincide en la corrupción de burdel y cocaína. Fariseos del sexo impartieron lecciones morales por encima de sus posibilidades y por encima de su ejemplo. El feminismo de estas izquierdas tiene más de narcisismo irresponsable que de sincera preocupación por la igualdad o los derechos de las mujeres

La mezcla de vanidad e hipocresía multiplican los efectos devastadores de este fenómeno político conocido como wokismo. Cada vez tratan colectivos más reducidos, pero con reivindicaciones más exageradas, porque su objetivo no es resolver los problemas, sino autoproclamar su superioridad moral. En una carrera enloquecida por mostrar virtudes que no tienen, la explosión de discursos sobreactuados y señalamientos rabiosos amargan a la más feliz de las comunidades

La ministra de Igualdad, Irene Montero, en una imagen de archivo. EFE/ Javier Lizón

En última instancia, su estrategia se dirige a tener colectivos cautivos, estigmatizar al disidente y justificar organismos públicos o subvencionados ineficaces e ineficientes. Así, viven del conflicto y harán todo lo posible para mantenerlo vivo. Son un peligro para la salud mental de una sociedad, que aun viviendo en una de las democracias más libres y prósperas, puede acabar creyendo que está oprimida. Algo de eso se vivió en los barrios más pudientes de Barcelona durante el procés.  

En Barcelona

Barcelona, por ejemplo, ha malgastado gran parte de su capital reputacional en marañas ideológicas como el separatismo o el colauismo. El espíritu olímpico se marchitó con el fin de los felices 90. Las ideologías nos enredaron en bizantinas discusiones sobre el ser. Las insolubles guerras culturales llenaron los medios y las redes de emociones negativas. Aquí triunfó, como en ningún otro sitio de Europa, la corrección política y la cultura de la cancelación. Ya estaba presente entre nosotros, pero las ideologías de la indignación acabaron cuajando como movimientos políticos en 2012. En Cataluña se abrazaron a la estelada y, en el resto de España, al coletas

Estas ideologías lo politizaron absolutamente todo. Nuestras vidas quedaron afectadas e impregnadas por la política del resentimiento. Falsa religión cuya misión no era religar, sino dividir. No era construir, sino destruir. De esta manera, no pocos han malgastado años de sus vidas tratando de realizarse personalmente a través de unas ideologías que exaltan el victimismo y penalizan la razón. Estimular la paranoia, convirtiendo en enemigo a todo vecino, siempre ha sido una mala idea. 

España es una democracia imperfecta, porque no existe la democracia perfecta. Nuestra sociedad es liberal y la igualdad entre sexos es ampliamente respetada y defendida. No obstante, cuando hemos alcanzado las más altas cotas de igualdad, las nuevas izquierdas han cambiado el debate -de hecho, han matado el debate- y han empezado a imponer nuevas desigualdades a través de malas leyes. Mucha ideología, poca diversión. Mucha ideología, mucho dolor.