París, paisaje sin terroristas
En sus azoteas casi no se divisan antenas de televisión. Son las mismas azoteas que debieron ver Braque y Picasso cuando, a principios de siglo, las observaban desde su horizonte cubista apropiándose de sus líneas rectas para trazar cubos que se superponen hasta el infinito.
Son las mismas azoteas que debió surcar la imaginación de Edgar Allan Poe en sus relatos fantásticos. Es la ciudad de la que Auguste Dupin, su detective, ofrece una interpretación del asombro en sus investigaciones, misterios que desenredar.
Paseando por la rue St Jacques, donde los jóvenes brillantes franceses y no franceses estudian en la Sorbone o en Louis le Grand, mirando el escaparate de una librería de «éditions anciennes», se pueden captar, reflejados en sus cristales, las figuras aéreas de los cuervos que nos observan como debieron observar a los revolucionarios franceses mientras se dirigían al Panthéon para celebrar su nuevo mundo.
En su interior, Lafayette sigue incrédulo preguntándose hasta cuándo podrá seguir vivo el sueño revolucionario que sigue uniendo a la nación: igualdad, libertad y fraternidad, convertida en objetivo universal a conseguir y proteger.
El restaurante Lapérouse, donde se pueden oír los pasos del fotógrafo Nadar, si uno es aún capaz de ver en blanco y negro. Que pintó con luz el retrato de París como retrató a Delacroix, a Monet, a Pasteur o a Sarah Bernhardt.
Imágenes de una ciudad que se pueden captar en los rostros de los retratos en las paredes de la escalera que lleva a los privados de Lapérouse, donde podremos comer como reyes o conspiradores un soufflé Alaska mientras apuramos, lentamente, un ampuloso Sauternes, como un día lo hicieran Victor Hugo o Flaubert.
Los adoquines que aún nos acompañan por el distrito 5, el barrio latino, donde las terrazas de los cafés bañadas de rojo y negro rememoran los cuadros parisinos de Baudelaire «oh finales de otoño, primaveras fangosas, estaciones de ensueño».
Adoquines que se alzaron como armas de combate en el Mayo del 68. Una revolución imperfecta que explicaron el recientemente fallecido filósofo André Glucksmann y su hijo Raphaël, cuando se confabularon para escribir un libro a cuatro manos en forma de diálogo dirigido a Nicolás Sarkozy. En ella podemos leer » la revolución ha de dejar de ser para existir» que remite a un eslogan escrito en una pared.
En sus museos, como el de Orsay, en el que al llegar somos observados por una fantástica criatura, un rinoceronte, que nos da la bienvenida. En el interior, un autorretrato del pintor Armand de Guilaumin parece decirnos, en su oscuridad, que también habitó el tiempo de Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Villiers de L’Isle-Adam.
En los jardines de Luxemburgo vemos jugar a un grupo de tenistas con uniformes blancos, ignorando el paseo de tantos parisinos que buscan un lugar al sol, como los clochards buscan la luz de luna mientras deambulan por el austero Pont- Neuf, como les amants de Léos Carax, o el bufón Tabarin.
A la altura del distrito XVI donde, a principios de abril, reverdecen los castaños….
Conviene no olvidar que Paris no es sólo una ciudad sino un estado de ánimo que le acompaña a uno, cuando la ha descubierto, toda la vida. No es sólo que su cultura penetre en nuestra inteligencia y la haga más elegante, ligera, profunda, sino que su luz fría y su olor a mantequilla, a baguette, a vino, a rosas, se expanden por toda la ciudad como un ejército que lucha silenciosamente contra la fealdad y consigue hacernos mejores.