Quim Torra contra el Arzobispado de Barcelona

La Generalitat de Cataluña embiste sin contemplaciones contra la Iglesia catalana, que ya ha iniciado el lento camino de la desnacionalización

No es una anécdota. Cuando Joaquim Torra arremete contra el Arzobispado de Barcelona –excusa: el funeral por las víctimas de la pandemia–, acusándole de haberse “olvidado de la Constitución, los derechos fundamentales, los Derechos Humanos” y no “haber alzado ni una vez la voz para condenar la represión que vive Cataluña”; cuando el president de la Generalitat dice eso –más: cuando amenaza con expedientar al Arzobispado– es que algo ocurre.

¿Por qué la Generalitat de Cataluña embiste sin contemplaciones contra el Arzobispado de Barcelona? Porque la Iglesia catalana ha iniciado ya el lento camino de la desnacionalización. Cosa que desprestigia el “proceso” al dejarle sin el referente espiritual al tiempo que desalienta a determinados sectores “procesistas”.

Una Iglesia nacionalizada

Desde sus orígenes, el nacionalismo catalán ha estado en sintonía con la religión y la Iglesia católica. Con la religión, porque el nacionalismo no deja de ser una manifestación religiosa de carácter “laico” con su correspondiente discurso, textos sagrados, profetas, dogmas, herejes, mártires, redención y paraíso.

Con la Iglesia católica, porque ya en el XIX –Josep Torras i Baiges, Jaume Collell o La Veu del Montserrat– se afirma que “Cataluña la hizo Dios y no los hombres”, que “la infusión de la gracia divina se realizó en una raza fuerte”, que “nuestra raza fue gobernada y dirigida, fundamentada y educada, por la Iglesia que la engendró”.

Mimbres que siguen en el XX con Josep Benet (“consideramos contradecir la voluntad de Dios y un acto de traición a la tierra toda claudicación y renuncia a la lucha por la Cataluña Grande”), Joan Sales (“por fe, por revelación íntima… el sentimiento de nuestra unidad nacional lo hemos de considerar dogma”), Carles Cardó (“que Cataluña sea”), Raimon Galí (“Cataluña está falta de una minoría cristiana con capacidad rectora”) o Jordi Pujol (“mística colectiva de alcance comunitario”).

Mimbres que se consolidan a finales del XX con el silogismo del obispo Antoni Deig (“el pecado es la transgresión de una ley divina, el nacionalismo no transgrede ninguna ley divina, por tanto, el nacionalismo no es pecado, el no-nacionalismo es pecado por omisión”).

Y Quim Torra, ya en siglo XXI, que nombra a Josep Maria Turull –primo de Jordi Turull, exconsejero condenado por sedición– prior de la Capilla de Sant Jordi del Palau de la Generalitat después de la celebración de la eucaristía. ¿Una Generalitat aconfesional? ¿Un espacio de culto en la sede de la presidencia? La capilla del Pardo era para uso personal.

Una Iglesia en vías de desnacionalización

1. A pesar de los obispos o arzobispos “procesistas” de Solsona (Xavier Nonell), Urgell (Joan-Enric Vives), Tarragona (Joan Planellas) o Girona (Francesc Pardo),

2. A pesar del abad de Montserrat Josep Maria Soler que pregona que Cataluña tiene derecho a decidir por ser una nación y afirma que hay que “trabajar para que [los políticos presos] sean puestos en libertad los antes posible” mediante un “diálogo sincero y abierto” que consolide la “vía política”,

3. A pesar de la “tristeza y rechazo por la sentencia” de las abadesas y prioras de los monasterios catalanes –Sant Pere de les Puel·las, Sant Daniel de Girona, Sant Benet de Montserrat, Santa Maria de Vallbona de les Monges, Santa Maria de Valldonzella– que exigen que “se respete la verdad” y se defienda la “libertad y la justicia”,

4. A pesar de la rediviva plataforma Queremos Obispos Catalanas y su “realidad nacional de Cataluña” que se opone a la “castellanización eclesial” de Cataluña,

5. A pesar de los cuatrocientos sacerdotes catalanes que, “movidos por los valores evangélicos y humanísticos y el carácter nacional de Cataluña”, firmaron un manifiesto a favor del referéndum ilegal del 1 de octubre en defensa “del derecho fundamental que tiene cualquier persona a expresar libremente sus posiciones”,

6. A pesar de las subvenciones –5,1 millones de euros– que los gobiernos de Carles Puigdemont y Torra otorgaron a los obispados –no al Arzobispado de Barcelona– y la Abadía de Montserrat,

7. A pesar de las plegarias de Cristianos X la Soberanía en favor de la libertad y dignidad de las personas y los pueblos: “ayudadnos a mantener la esperanza/para los derechos naturales de Cataluña/como pueblo soberano/sean finalmente reconocidos/y podamos pronto celebrar con las garantías pertinentes/un referéndum vinculante de independencia”,

8. A pesar de los rezos de los Cristianos por la Independencia de la Asamblea Nacional Catalana a favor del referéndum y la “firme voluntad de que Cataluña alcance la plena soberanía”,

9. A pesar de los excristianos por el socialismo que abogan por un proceso constituyente catalán para responder a la dominación política y el espolio económico que España impone al pueblo catalán,

10. A pesar de las escuelas y entidades cristianas de Cataluña cercanas al soberanismo que claman –“gran crueldad” y “esta sentencia es un paso atrás”– contra la sentencia del “proceso”,

A pesar de presiones, pronunciamientos y subvenciones, la Iglesia catalana ha entrado en la vía de la desnacionalización desde que Juan José Omella accedió al Arzobispado de Barcelona. Ahí está el comunicado de la Episcopal Tarraconense ante la resolución del 1-O: “hay que respetar la sentencia del poder judicial de un Estado de derecho… en un estado democrático, las leyes fundamentales que regulan el sistema político… constituyen un referente básico del ordenamiento social”.

La embestida

Cuando Torra reprocha al Arzobispado de Barcelona que haya “olvidado de la Constitución, los derechos fundamentales, los Derechos Humanos” y no “haber alzado ni una vez la voz para condenar la represión que vive Cataluña”, sabe –incluso él, que carece de talante democrático– que está recriminación carece de sentido, porque en un Estado de derecho –como afirman ahora los obispos– hay que cumplir la ley.

Así pues, ¿por qué el reproche? Lo que Torra reprocha al Arzobispado de Barcelona es haber roto con la tradición nacionalista de una Iglesia catalana que siempre ha santificado la nación catalana. Tradición que, de hecho, como quien no quiere la cosa, equipara cristianismo con nacionalismo y cielo con independencia siendo Cataluña el pueblo elegido. Así se legaliza y legitima el movimiento independentista.

Fracasada la aventura independentista secular, al nacionalismo catalán –vuelvo a los clásicos del misticismo independentista– solo le queda la fe y la esperanza en la “voluntad de Dios”; esto es, en la “infusión de la gracia divina”, en el “dogma”, en la “minoría cristiana con capacidad rectora” y la “mística colectiva de alcance minoritario”. Ese pensar que lo pensado existe por el hecho der pensado y hablado.

Y en eso que aparece –en el contexto de la frustración independentista– el arzobispo y dice que hay que respetar las leyes del Estado de derecho. De ahí, la embestida de Torra.

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