Sitges: una radiografía

 

Las jornadas que anualmente el Círculo de Economía viene convocando en Sitges suelen convertirse en una especie de concurso, donde los primeros espadas de la política se exhiben ante el selecto grupo del empresariado catalán asistente y los aplausos o silencios o hasta, aunque extrañamente, muestras de desaprobación evalúan su nivel de aceptación en ese determinado momento.

En esta ocasión pasaban el examen Artur Mas, Luis de Guindos, Alfredo Pérez Rubalcaba y el propio presidente del gobierno, Mariano Rajoy. Un cartel con el que la institución académico-empresarial hacía pleno político y volvía a mostrar su pujanza en cuanto a capacidad de convocatoria, algo disminuida algunos años y a la que si acaso en esta ocasión podría achacársele una ausencia casi total del estamento financiero catalán.

Mas salió airoso del envite. Contaba para ello ciertamente con una posición de partida favorable -una buena parte del empresariado está en su espacio electoral- pero debía sortear algunas inquietudes acerca del compromiso actual del líder nacionalista con las urgencias económicas y de racionalización del Estado español. Las tablas de Mas fueron más que suficientes.

Incluso consiguió que su particular mantra, el pacto fiscal, empezara a ser asumido, precisamente en tierra de herejes, en el terreno de una institución que tal vez sea la única que hasta entonces no había mostrado la adhesión debida a la propuesta de renegociación que se ha convertido en el principal leit motiv político de esta legislatura autonómica. El Círculo de Economía no lo abraza, pero tampoco lo rechaza; con un poco más de agua podría digerirse sin problemas.

El siguiente en desfilar ante ese circunstancial tribunal evaluador fue el ministro de Economía Luis de Guindos al que curiosamente muchos de los asistentes reprocharon que no hiciera el papel que justo criticaron en jornadas de años anteriores a los gobiernos socialistas: si a Elena Salgado le echaron en cara hasta la saciedad sus brotes verdes, a de Guindos le criticaron que en su intervención no insertara un horizonte de optimismo, que no motivara a los presentes mostrándoles alguna salida del largo y penoso túnel que atravesamos.

Pero de Guindos es más un buen consejero delegado que un político. Su discurso estuvo bien estructurado, pero se negó a vender nada que no tuviera ya en sus arcas y hoy por hoy éstas están bastante vacías. Señaló correctamente los indicadores más amenazantes (una de las primeras consecuencias positivas del arranque del euro empezaba a invertir la tendencia y los mercados de capitales comenzaban a fraccionarse volviendo a actitudes previas a la moneda única) y defendió las líneas estratégicas de la política económica llevada a cabo hasta la fecha (la austeridad como urgencia y las reformas laborales y financieras para atacar los obstáculos que limitan la competitividad de las empresas españolas).

Apenas se permitió Guindos un apunte para elevar la moral de la tropa allí reunida, tan leve eso sí que pasó casi desapercibido: el cambio en la tendencia de la balanza de pagos podría estar anunciando tiempos mejores. Nada más. Muy poco para un auditorio ansioso de buenas noticias. Pero, ¿donde las hay? El ministro, por supuesto, no lo sabía. Se hace, al parecer, lo que se tiene que hacer en connivencia con Bruselas y se encomienda la salida a la crisis en una ratificación renovada del proyecto europeo y su moneda única. Es una opción.

Hubo un apartado donde Guindos resultó decepcionante: Bankia. Aquí el ministro se lavó las manos, pero no convenció a nadie. Hay demasiados interrogantes sobre el papel que han jugado o se ha hecho jugar a reguladores (CNMV y Banco de España) y demasiadas interrelaciones entre el gobierno, el partido que le apoya y los gestores de la entidad financiera anteriores a Goirigolzarri como para que este asunto pudiera despacharse con un «este gobierno lleva sólo cuatro meses».

Rubalcaba jugaba claramente en campo contrario y con algún punto de penalización. No podía triunfar, pero no generó anticuerpos. Su discurso sonó bienintencionado, se le apreció su larga experiencia como gobernante y casi todo lo que dijo podía ser comprado: ajustes sí, pero con matices, algunos de fondo, sobre todo en los campos de la educación y la I D; pacto fiscal, por supuesto, especialmente cuando se tiene la vitola de haber negociado el que está hoy en vigor; y absoluta disposición a acuerdos con el Gobierno, lo que encajaba bien en el ánimo del empresariado presente. Pero no hubo nada nuevo ni original en el discurso de este veterano.

Faltaba Mariano Rajoy, a quién en función de su cargo actual se le concedía la última ponencia. En realidad, no se esperaban grandes cosas de este hombre que llegó a la Moncloa a la tercera y cuando su rival se consumía, exhausto, devastada su credibilidad por la crisis. Pero Rajoy tiene una enorme activo político, quizás no suficientemente reconocido: es un hombre corriente y hace de ello una virtud. En Sitges, no fue brillante, no dijo nada nuevo ni sorprendió con un profundo análisis, se mostró aburrido y algo confuso al explicar las líneas maestras en las que había trabajado su gobierno en los escasos meses que llevaban en el poder, pero pareció honesto y voluntarioso. Para lo que hay….