Terrorismo, Schengen y botas sobre el terreno

La carga simbólica de los atentados del 13N en París, además de su dramático recuento de víctimas, ha producido en Europa un impacto emocional solo comparable al del 11S en Estados Unidos. Sus efectos serán profundos y duraderos sobre la psique colectiva. Pero también serán determinantes sobre el devenir político de la Unión Europea.

 «C’est la guerre», dijo François Hollande en cuanto se conoció el alcance de la matanza. Hollande se crece en las crisis. Pero su afirmación no es demagogia. La jihad desatada por el Estado Islámico (EI) es la mayor amenaza al modelo político demo-liberal europeo desde la Guerra Fría. Y ataca en un momento de desánimo, disensión y debilidad institucional de la UE.

Las llamadas VEOS (Violent Extremist Organizations-Organizaciones Extremistas Violentas) saben explotar las debilidades de los ‘infieles’: las diferencias entre gobiernos, la atrofia de las instituciones supranacionales, las desigualdades económicas en los barrios convertidos en nuevos guetos, la aversión a la acción militar directa…

¿Cómo librar esta guerra? En primer lugar, recociendo su existencia; luego, fijando objetivos, asignando medios y estableciendo unas reglas de enfrentamiento compatibles con los valores y el modo de vida que se queremos defender.

La diferencia entre el 11S norteamericano y el 13N francés no radica en su naturaleza –ambos fueron actos de guerra— sino en la calidad, eficacia y perseverancia de su respuesta. Es esencial un acuerdo amplio que comprometa a los actores clave con capacidad para afrontar los frentes político, económico, social, de seguridad y militar de este conflicto.

Ese acuerdo deberá abarcar, además de Francia y Estados Unidos, a Rusia, Turquía, Irán y los miembros principales de la Liga Árabe. Francia ya ha dado el primer al invocar las provisiones de ayuda mutua de los tratados de la UE.

Sólo una resolución de las Naciones Unidas dará la legitimación necesaria para abordar una salida a la guerra civil en Siria, cuestión inextricablemente ligada a la lucha contra las VEOS. Rusia (y también China) se ha opuesto hasta ahora, pero su postura puede cambiar tras admitir que el Airbus ruso caído en el Sinaí en octubre fue víctima de una bomba terrorista.

La orden dada por Vladimir Putin tras el 13N para que sus fuerzas se coordinen con la forcé d’ intervention francesa que bombardea a EI en Siria es un primer paso en esa dirección. Pero Putin exigirá mucho más para alinearse con Europa, EE.UU. y los árabes moderados. El fin de las sanciones por su política en Ucrania y Crimea será solo el principio.

«En geopolítica no hay opciones buenas y malas; solo malas y peores», dijo una vez Henry Kissinger. El 13N fuerza a Europa a examinar sus opciones ante el estado de guerra de facto existente. La más contenciosa será determinar, colectivamente y por cada estado miembro, los costes que se está dispuesto a asumir en esta guerra.

El primero se refiere al dilema clásico entre derechos y seguridad. Francia ha dado el primer paso político en este proceso al abordar una reforma constitucional que aumentará considerablemente los poderes de excepción del poder ejecutivo.  

Sea como reacción a nuevos e inevitables ataques (el asalto del viernes al hotel Radisson de Bamako, lleno de europeos, es solo un ejemplo) o como respuesta a la creciente oleada de xenofobia y anti-europeísmo, otros gobiernos y parlamentos se verán abocados a afrontar este dilema. Sabiendo que la determinación de la opinión pública flaquea en cuanto sus tropas comienzan a regresar en ataúdes, tendrán que decidir el precio –económico, de seguridad y militar—que pueden asumir en la guerra declarada por Hollande.

La lucha contra EI implicará en un no muy lejano futuro el despliegue de una fuerza expedicionaria a la frontera turco-siria dispuesta a actuar por tierra –probablemente mediante fuerzas aeromóviles—contra los elementos más islamistas más cohesionados. Francia asumirá un papel central en un despliegue terrestre. ¿Pero quién se sumará a sus legionnaires y paras?

La participación de Turquía es imperativa por geografía y ascendiente político, pero Ankara esperará algo a cambio respecto de los kurdos y su relación con la UE. El concurso de los árabes moderados ampliaría la cobertura diplomática del esfuerzo, pero no está exento de problemas a la vista de la secular tensión entre suníes y chiíes en la región.

Entre los llamados a aportar botas sobre el terreno estará con toda probabilidad España. No sólo por su tamaño sino por los recursos y experiencia concreta de sus Fuerzas Armadas, particularmente la Legión y la Brigada Ligera Aerotransportada.

Mariano Rajoy y sus ministros intentaron inicialmente esquivar la discusión sobre el papel que se pueda requerir a España tras los atentados, pero la dinámica de los acontecimientos impide aplazar un debate que tendrá una incidencia central en la campaña hacia el 20D. ¿Intervención directa? ¿Sustituir a una parte de las 20.000 tropas que Francia tiene desplegadas por el mundo?

Esta última es la opción más factible. El Gobierno afirmó al final del Consejo de Ministros del viernes 20 que «no está encima de la mesa» un aumento de las operaciones en África, pero unas horas antes, el ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, la había mencionado explícitamente como una de las posibles aportaciones españolas.

Su coste político es menor, su ejecución es menos compleja ya que las FAS tienen ya efectivos desplegados en Mali y otros puntos del continente, y los riesgos operativos son más asumibles. Pero el asalto jihaidista de Bamako –la capital maliense ‘tutelada’ por Francia— es un oportuno recordatorio de que cualquier cambio de misión en tierra hostil comportará un elevado riesgo para las fuerzas en presencia.

En cualquier caso, antes de planificar cómo golpea a EI dentro de los territorios que controla, la UE deberá decidir sobre sus propias fronteras, algo particularmente sensible para España, fronteriza con el Magreb. Los ataques de París han dado alas a quienes afirman que no basta con la vigilancia en los límites exteriores y reclaman el restablecimiento de los controles internos. En otras palabras, la suspensión del espacio Schengen de fronteras comunes.

Francia ejerce ya estrictos controles fronterizos, igual que los que comienzan a aplicar Alemania y Suecia y planean otros países. La conexión belga de los terroristas –y la desconfianza resultante de los servicios franceses hacia sus contrapartes vecinos— auguran una progresiva limitación del espíritu que inspira Schengen: la libertad de movimientos.

Si Schengen cae víctima del canje de seguridad por libertad, las consecuencias serán graves para el ya debilitado edificio europeo. El avance de los partidos de derecha y euroescépticos, la deriva ultranacionalista en Polonia y Hungría y, en general, el desafecto de una ciudadanía desilusionada con a las instituciones de la Unión hace que la consolidación de una mentalidad de asedio como la que surgió en EE.UU. tras los ataques de 2001 sea una posibilidad real.  

La imagen de los franceses, golpeados pero desafiantes bajo la tricolore en la Place de la République, o el emocionante canto de 80.000 voces entonando La Marsellesa en londinense estadio de Wembley, hablan de la capacidad de los europeos para superar sus miedos y perseverar en la defensa de sus valores. La duda razonable es si los políticos del continente sabrán o querrán estar a la altura de esos sentimientos en una lucha que será larga, dura y costosa en vidas y tesoro.