Un futuro moral

De toda la proyección que se hace lo que más inquieta es la matraca del 2050 moral que se cuela en el enfoque y en la explicación de la cosa y por la que entramos en un universo en el que los coches vuelan pero tendremos que ir en bicicleta por nuestro bien

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención en una sesión de control al Ejecutivo en el Congreso. EFE/ Emilio Naranjo

Tendemos a ir hacia adelante pues aún no hemos encontrado la manera de ir hacia atrás.

Tiene el futuro un qué sé yo que lo hace irresistible. El pasado aún nos reserva deliciosas sorpresas, pero alude a un tiempo que se considera peor. La izquierda habla mucho del ayer como un tiempo negativo y atroz. Venimos de esa cosa incomodísima de hielos, deshielos, volcanes en erupción, plantas que pinchan, animales de terribles y babosas fauces en el que dormíamos sobre el suelo de las grutas del que se levantaba uno con la espalda como una alcayata.

Hablo de ese universo terrible que hemos llamado la noche de los tiempos, un infierno del que escapamos gracias al pasar de los días y frente al cual se dibuja un futuro que siempre es prometedor, un mañana en el que los problemas ya se han solucionado y no aparecen unos nuevos. Los coches vuelan y a nadie le duele la cabeza.

Esperanzas hechas de humo

No vimos venir el virus pero ya sabemos lo que va a pasar en 2050. En mitad de una pandemia que nos ha arrasado de la manera más inesperada, se nos aparece el Gobierno con el gráfico de todos los futuros posibles en el que estaremos prospectivamente en la parte de arribita de lo esperable.

Nadie sabe muy bien por qué, pero cala, pues ser optimistas resulta mucho más cómodo que ir por ahí saltándose la tapa de los sesos. Cada vez que en alma del Gobierno hay un noviembre húmedo y lluvioso y cada vez que se encuentra parándose sin querer en las tiendas de ataúdes, como escribió Melville de su Ismael, Sánchez se embarca al mañana; mejor todavía al pasado mañana.

En pandemia creíamos que saldríamos más fuertes, más unidos y más ricos aunque, si uno se fija, no estábamos saliendo ni siquiera con vida. Ahora el Gobierno nos pone en 2050, ese tiempo feliz en el que se aparece Moncloa con sonrisa de atardecer naranja y de cifra redonda.

Un futuro parecido al pasado

Claro que es fuerte la tentación de hablar de un mañana que ya está aquí con ese aire julioverniano e irresistible de capitán Nemo cuando enseña el submarino envuelto en un batín de seda. La esperanza es la mejor de las herramientas de la que dispone el ser humano -yo mismo le puse su nombre a mi primera hija-, pero implantada por decreto se me hace monstruosa.

También se puede oprimir con la sonrisa, la educación y el cuento de que todo va a ir bien porque sí, pues se asimila de una manera intuitiva y por tanto inapelable que si uno disiente de esa idea idílica del futuro, automáticamente queda descartado por pesimista y sieso.

Y por retrógrado. De toda la proyección que se hace para dentro de 30 años lo que más inquieta es la matraca del 2050 moral que se cuela en el enfoque y en la explicación de la cosa y por la que entramos en un universo en el que los coches vuelan pero tendremos que ir en bicicleta por nuestro bien.

“Quedo automáticamente inscrito en el registro nacional de los australopitecos que dentro de treinta años se pasarán vídeos de una faena de José Tomás en Nimes que alguien alcanzó a descargar de la deep web”

Tampoco comeremos carne aunque habrá que llenar la tierra de cultivos y fertilizantes, y no usaremos la carretera porque viajaremos solo con la mente, cuestión de no ofender al Planeta, a los dioses paganos de la nueva puritanía y ni a las vestales inmaculadas ‘woke’.

Con todo, temblando me atrevo a confesar que encuentro aspectos del pasado-presente que se me hacen verdaderamente agradables y otros asuntos del futuro que resultan aterradores. Me gustan la carne, los toros y los sanfermines en los que uno se juega la vida en broma por las mañanas y en los que, en la ebriedad de la mesa con los amigos, se cantan canciones que hablan de lo guapas que son las navarricas.

Quedo automáticamente inscrito en el registro nacional de los australopitecos que dentro de treinta años se pasarán vídeos de una faena de José Tomás en Nimes que alguien alcanzó a descargar de la deep web, acudirán a misa en alguna catacumba y, en la privacidad secreta de la casa donde nadie les ve, le pasarán el brazo por encima del hombro a una mujer con la que celebrarán cuarenta años de intolerable matrimonio.

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