¿Un nuevo confederalismo? Reconstruir España desde lo autonómico

Buena parte de lo que el país sea de aquí a treinta años se juega en la mutación constitucional que se puso entonces en marcha por la puerta de atrás. Cabe preguntarse qué margen queda para actuar sobre el modelo autonómico desde la política naciona

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, manteniendo una reunión por videoconferencia con los presidentes de distintas autonomías. EFE/Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa

El llamado “régimen del 78” da signos de agotamiento. El sistema de partidos estalló en 2014 y no ha decantado aún otra configuración estable. Las cargas de profundidad del pacto autonómico se han activado, no solo en forma de conflictos políticos -ya planteados en esencia en 1978-, sino de un “federalismo” imperfecto e incoherente que ofrece numerosas oportunidades para la confusión y la dilución de responsabilidades. La gestión de la pandemia, convertida en sainete por gobierno y comunidades, no es sino el penúltimo ejemplo.

La moción de censura de Sánchez inauguró además un período en el que los independentistas determinan el gobierno de la nación -no renunciando a sus objetivos últimos, sino con la intención declarada de facilitarlos. Y todo ello a pocos meses del golpe catalán de 2017, que pudo dar lugar a un “momento jacobino” en España. Las posibilidades de reconstruir, no ya un estado más unitario, sino uno de verdadera naturaleza federal, no desvirtuado por asimetrías, confusiones soberanas y bilateralidades ad hoc se alejan. Aunque el documento España 2050 es mudo al respecto, buena parte de lo que el país sea de aquí a treinta años se juega en la mutación constitucional que se puso entonces en marcha por la puerta de atrás.

La inversión de la tradicional divisoria (izquierdas jacobinas / derechas localistas) ha creado abundante confusión en España: sobre todo a la izquierda, se diría, pero también a la derecha. La contestación a las distorsiones provocadas por el desarrollo autonómico y la acción política del nacionalismo ha tenido dos cauces: ex votantes y cuadros socialistas, que en ocasiones han dado el paso de formar nuevas organizaciones; y una derecha nacional que, en la práctica, ha tenido una actitud y unas políticas mucho más ambiguas de lo que las retóricas a menudo sugerían.

La posibilidad de recentralizar -“racionalizar” al menos- parte de la gobernanza autonómica se ha interpretado a menudo como cuestión de voluntad, o de movilización de unas fantasmagóricas fuerzas espirituales de la nación, cuya última encarnación fue la “España de los balcones”. La experiencia reciente de Ciudadanos da cuenta también de los límites del experimento de un partido moderador antinacionalista que tenga que competir en el resto de ejes políticos.

Así las cosas, cabe preguntarse qué margen queda para actuar sobre el modelo autonómico desde la política nacional -no sólo por la presencia en el Congreso de decenas de diputados independentistas, en coalición de facto con la izquierda contraria a la C78 y con poder efectivo de veto o de investir gobiernos afectos; sino por las propias limitaciones que impone nuestra distribución competencial.

Tomemos el mercado interior. La fragmentación y las barreras de entrada han sido una constante secular en la Península, tanto por razones físicas como políticas. El despliegue del Estado autonómico corrió parejo a la inserción de España en el naciente mercado único europeo y los flujos globales, conviviendo fenómenos de integración con nuevas barreras regulatorias o burocráticas entre CCAA: obstáculos a la competencia, la circulación y el crecimiento con graves costes para la economía española. Así se ha denunciado una y otra vez desde dentro de nuestro país y desde instancias internacionales.

En mayo de 2012 el gobierno popular anunció el proyecto de una Ley de garantía de la unidad de mercado. La LGUM entró en vigor en diciembre del año siguiente y fue objeto de cuatro recursos autonómicos ante el Tribunal Constitucional (Andalucía, Canarias, Cataluña y País Vasco). La sentencia 79/2017 anuló los artículos 19 (libre iniciativa en todo el territorio nacional) y 20 (eficacia nacional de las actuaciones administrativas); es decir, las disposiciones que habilitaban a operar en todo el territorio nacional a cualquier empresa o particular legalmente establecidos en España sin que se le pudieran requerir otros trámites o licencias.

El TC desvirtuaba por tanto lo mollar de la LGUM; pero, además, como ha señalado Antonio Cidoncha, modificaba la doctrina sobre el mercado nacional único, que ya no se entendía como una realidad consagrada en el CE sino un “objetivo a promover” por las administraciones.

No es un caso único. Como alerta Josu de Miguel, el Constitucional ha abierto también la puerta a que las CCAA vayan asumiendo competencias sobre la Seguridad Social; en principio limitadas a ciertos “actos de encuadre”, pero que pueden acabar determinando prestaciones y sus receptores. Introduciendo, en suma, nuevas diferencias regionales, que se añaden a los currículos educativos, el acceso al empleo público o la problemática integración de los sistemas sanitarios, entre muchos ejemplos posibles.

“La pluralidad social y la diversidad cultural de España no deberían seguir siendo excusa para que ciertas élites autonómicas levanten barreras a la rendición de cuentas, la competencia y la circulación de ciudadanos”

Pero si el arreglo competencial delimita cada vez con más rotundidad las posibilidades de la acción política desde un Estado en buena medida desfondado, la respuesta madrileña al fiasco de la LGUM quizás muestre una senda viable a la preservación, o construcción, de espacios comunes: Madrid inició la legislatura pasada los trámites para promulgar una Ley de mercado abierto que recupera desde el nivel autonómico los principios más relevantes de la LGUM, singularmente la “eficacia nacional”.

Este desarme unilateral de la potestad regulatoria de una CA acaso permita imaginar un círculo virtuoso de colaboración: acuerdos entre administraciones autonómicas que quieran cooperar y preservar lo común, entendiendo que el principio fundamental de las relaciones entre comunidades ha de ser la reciprocidad -por ejemplo, en el reconocimiento mutuo de licencias, currículos o títulos; en un diseño constructivo de los requisitos lingüísticos como sistemas de puntos o cuotas en lugar de barreras ex ante; o promoviendo los servicios e infraestructuras compartidos.

Abandonar por tanto la melancolía, los manifiestos y los callejones sin salida, y “reconstruir” una España posible desde los niveles competenciales existentes, utilizando los instrumentos políticos y legales con que el estado autonómico nos dota.

Un voluntarismo positivo

¿Es esto también voluntarismo? Quizás. Pero los acuerdos entre comunidades leales -atravesando, por qué no, bloques políticos- tendrían efectos positivos evaluables no sólo en transferencias de renta, sino en economías de escala, capital humano, infraestructuras. Y permitirían comparar modelos económicos y sociales; pues persistir en una diversificación arbitraria, sin competencia real ni atribución de responsabilidades, es quedarse con lo peor de ambos mundos.

La pluralidad social y la diversidad cultural de España no deberían seguir siendo excusa para que ciertas élites autonómicas levanten barreras a la rendición de cuentas, la competencia y la circulación de ciudadanos españoles y se apalanquen sobre el empleo público cautivo.

Si el único horizonte de algunas clerecías parece ser la recepción indefinida de rentas europeas y el cultivo de particularismos y lenguas vernáculas, un arreglo que los proteja indefinidamente de sus elecciones no tiene sentido ni futuro, y menos a costa de cargar el muerto a otras administraciones o niveles de gobierno.