Valentía

Mi vuelta de entre los ciegos y sordomudos políticos, había surgido de y por lo que significa Ciutadans en Cataluña. Por esa flor de valentía que cuando nadie lo esperaba, había brotado del estiércol

¿Hay que ser valiente para meterse en política? ¿O, al contrario, es una virtud que estorba? A mí hay gente que me llama tonta o valiente, según el día (también según la gente…) por haberme metido en política en el momento y en el partido en que me metí.

Yo suelo explicar mi relación histórica con la política diciendo que me he pasado media vida huyendo de ella, pero la política siempre corre más rápido. Soñaba con ser periodista cultural o, por lo menos, corresponsal de guerra, y me pusieron a seguir a Pujol.

Pasé años embebida de catalanismo y, ahora puedo decirlo, sin ir nunca a votar. Me parecía que, tras aguantar la radiación de una campaña electoral entera, con el mismo candidato de cabo a rabo, te parecías más a un liquidador de Chernobyl que a un votante en sus cabales. Me parecía que habría sido como ir a votar bajo los efectos de las drogas.

Fui entonces algo así como abstencionista objetora de larga duración durante mis años de reportera política, que abarcaron mayormente campañas de CiU y del PP. Ya digo que lo hacía mayormente por una especie de higiene mental. No negaré que, si cualquiera de esas dos formaciones políticas me hubiera transportado al éxtasis, me habría podido saltar estos escrúpulos. Pero el caso es que nunca vi cómo saltármelos.

Me hacían mucha gracia, eso sí, los aprioris del personal: una vez tuve que guardar sepulcral silencio cuando Joaquim Molins, a la sazón candidato de CiU al Congreso, se pegó un inesperado batacazo, y en la sede electoral, que estaba en el hotel Majestic, todo eran caras largas.

“No me lo puedo creer, esto no se entiende, porque…a veure, Anna: tu a qui has votat?”, me espetó un hijo de Molins. La pregunta era evidentemente retórica, el cachorro convergente esperaba reafirmación instantánea. Al ver que yo guardaba a mi vez un inesperado silencio sepulcral, abrió mucho los ojos y musitó: “perdona”.

La líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas (d), y la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís. EFE/ Fernando Villar

Con el PP esto no pasaba. Quiero decir, jamás se imaginaron que yo les hubiera podido votar a ellos. En su simpleza de la época (tiempos de Aznar), no hacían más que preguntarme “qué va a hacer Pujol con esto, qué va a decir de esto otro”. Vamos, como si yo fuera Marta Ferrusola y tuviera línea directa. Que lo que se dice directa, pues no, no la tenía.

Me hace gracia acordarme de que el único dirigente nacionalista de la época que se atrevió a hacerme propuestas atrevidas (concretamente pedirme que le presentara en un mitin…) no era ni de CiU. Era Josep-Lluís Carod-Rovira, de ERC. Nos habíamos hecho casi amigos al ser las dos primeras personas en apercibirnos de que Pilar Rahola constituía una seria amenaza para Cataluña. De todos modos, le dije que no.

Esto de CiU parecía que iba a ser eterno, que nunca se iba a apagar la versión catalana de la lucecita de El Pardo. Pues no, mira. Pujol no se murió en la cama, pero su delfín, Artur Mas, consiguió un efecto muy parecido. Yo ya estaba en Madrid cuando se fraguaron los tripartitos y se empezó a notar un fenómeno curiosísimo: era entrar los socialistas en el gobierno de la Generalitat, y volverse el nacionalismo mucho más rapaz y agresivo que antes.

En todos los años que trabajé en la prensa pujolista, para entendernos, se sabía que había líneas rojas editoriales. Siempre y en todas partes las hay, y el reto tuyo como periodista es saber dónde pones los límites de lo que estás dispuesto a asumir. En mi caso, esos límites empezaron a estrecharse (en proporción inversa a la hinchazón de mis narices) en cuanto empecé a recibir llamadas de dirigentes de ERC que pretendían dictarme a gritos lo que podía o no podía escribir o decir por la radio. Nadie en CiU se había atrevido nunca a ser tan basto.

Justo cuando ya daba por perdida la política catalana y a la madre que la concibió, la vida me quitó de en medio. Me fui a vivir una larga temporada a Nueva York. Allí estaba cuando se fundó Ciutadans, nacido el mismo año que mi hija Nora. Hasta allí me llegaba la onda expansiva del drama catalán pero bastante amortiguada (si obviamos detalles como que tuve que dejar de ser columnista del diario Ara tras la censura total de uno de mis artículos…).

Volví a aparecer por la piel de toro en 2011. Y me empecé a interesar seriamente por Ciutadans viendo en la tele unas imágenes de Albert Rivera la noche de las elecciones catalanas de noviembre de 2012.

Albert Rivera. Foto de Archivo

“Qué pasa, te has quedado en shock cuando has visto a este hombre”…, me susurró la colega periodista que tenía al lado en un debate televisivo. Pues sí. Era la primera vez en muchos, muchos años, que veía algo de verdad nuevo bajo el sol. Algo prometedoramente distinto.

Como ya no seguía caravanas electorales, empecé a votar otra vez, y lo hice votando a Ciudadanos en cuanto tuve la oportunidad (pues yo votaba en Madrid). Recuerdo que me hacía muy feliz votarles, y no sólo eso, sino que me parecía lo más natural por parte de una buena chica catalana como yo.

Cuando los actuales indepes me atribuyen una especie de metamorfosis de Kafka (Vicent Sanchis, que fue mi director en el Avui, afirma que le acusan de haberme “malcriado”…), yo siempre digo: no he cambiado yo, sino vosotros. Cataluña y yo, señores, seguimos siendo así. Como hemos sido y seremos siempre.

Me parecía tan obvio que el catalanismo antaño pretendidamente integrador se había convertido en una peste, que cualquiera que amara lo catalán como lo amo yo, ¿pues qué otra cosa iba a votar, si no era a Ciutadans aquí y a Ciudadanos en el resto de España?

Aún así, tenía tan pensado meterme en política como meterme a monja. Es posible que nunca me hubiese acercado a un mitin de Rivera (concretamente a su puesta de largo en Madrid, la llamada Conjura del Goya…) de no pillarme en pleno divorcio, pasar a tener la custodia compartida de la niña y a disponer, en resumen, de mucho más tiempo libre.

Corría el otoño de 2013 cuando asomé la naricilla por ahí, no diré de incógnito porque eso sólo es para las celebrities, pero sí que sin decírselo a nadie…hasta que una jefa de comunicación con vista de águila me detectó: “¿Pero tú estás con nosotros?” Y yo, sin dudar y sin pensar: “Sí”.

Acepté como quien acepta una visita guiada al matadero

Lo siguiente que supe es que, sin exigirme afiliación ni compromiso ni nada, me invitaban a hablar en un mitin en Barcelona, concretamente en la Fira de Montjuic. Acepté como quien acepta una visita guiada al matadero: después de años de progresivo distanciamiento del catalanismo pero en catalán, es decir, con la procesión yendo por dentro, tenía interiorizadísimo, vaya, suponía en mí casi un reflejo de perro de Paulov, que era abrir la boca y recibir. Chorreos de insultos en redes… Algunos tan hirientes como que antiguos compañeros de instituto renegaran de haber estado en mi misma clase. Ahí lo dejo.

Nunca, así viva cien años, olvidaré aquella mañana que yo creía que los de Ciutadans me llevaban a conocer el hielo…y fue abrir la boca y decir lo que pensaba, decir sobre todo lo que sentía, y hallarme abrumada por una avalancha de complicidad y de cariño. ¡Había más, muchos más como yo! ¡Y era genial estar juntos!

Sin ni pensar en afiliarme, me enganché a los encuentros de Movimiento Ciudadano -a los que podía ir cualquiera, con carnet de Ciutadans o de la piscina…- como de niña a los Filipinos y al Toblerone. Fui asidua meses enteros. Luego dejé de ir porque se me complicaron el trabajo y la vida, pero la semilla naranja estaba sólidamente plantada en mi corazón, y era una semilla de esperanza. Volví a ir a votar siempre, alegre como unas castañuelas.

Y aún así, cuando Albert Rivera me propuso, entre 2014 y 2015, primero ir en las listas al Parlament y después en las del Congreso, le tuve que decir que no las dos veces. Poderosísimas razones familiares pesaron en contra. No era alergia al compromiso, como espero que no llegara a dar la impresión.

Aunque sí debo decir que, aún viviendo en Madrid como vivía, siempre vi mucho más claro y natural mi compromiso en el frente catalán. Digamos que, por muy necesario que me pareciera y me siga pareciendo un partido como Ciudadanos en el conjunto de España, tenía dudas, serias dudas, de que incluso todo un Albert Rivera consiguiera imponerse tan rápido al lado oscuro de la política española que yo, por desgracia, por deformación profesional, conocía y conozco bien.

Pero lo más importante es que mi personal milagro de Anna Sullivan, mi vuelta de entre los ciegos y sordomudos políticos, había surgido de y por lo que significa Ciutadans en Cataluña. Por esa flor de valentía que cuando nadie lo esperaba, había brotado del estiércol.

La líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, cuando pidió un pacto de centro entre PP y PSOE / Cs

Aún así hizo falta que Ciudadanos entrara en turbulencias electorales en noviembre de 2019, dejara de ser algo así como el Club Mediterranée de la política al que todo el mundo quería apuntarse porque todo eran facilidades y satisfacciones, me hizo falta además ver a Inés Arrimadas votar embarazada bajo una abyecta lluvia de odio, para que dentro de mí se rompiera el último dique de contención: què collons, me afilio.

Como se podía hacer por Internet lo hice sin contárselo ni a mi confesor (si lo tuviera), limitándome a poner un tuit que en aquel momento pasó bastante desapercibido. Tanto, que cuando me propusieron entrar en las listas catalanas del 14F, empezaron por decir que estaban la mar de dispuestos a respetar mis deseos de ir como independiente… “Demasiado tarde”, me tuve que reír, “hace meses y meses que tengo el carnet”.

El resto es historia. Soy consciente de que la mía, vista desde fuera, puede parecer que va un poco al revés del mundo: cuando otros se van, tú vuelves. Pero, igual que siempre sostuve y sostengo que es el catalanismo el que ha cambiado (para mal), que Cataluña sigue donde estaba, también afirmo que la verdadera y genuina valentía del constitucionalismo catalán sigue toda ella donde solía. Donde suele. Donde duele. Con más o menos aciertos y errores en un momento dado. Con sucesivos y variados grados de dificultad. Pero Excalibur sigue siendo Excalibur. Y las manos que la pueden sacar de la piedra sigue siendo las que son. Las manos que llevan quince años ahí. A las duras y a las maduras. Con el viento a favor y con todo en contra.

Y esta vez quiero verlo con mis propios ojos, no por la tele.