El Mató de Pedralbes, redecorado

C/ Bisbe Català, 10 93-204-79-62

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Desde que Estrella Salietti redecoró El Mató de Pedralbes tenía una visita pendiente a este local de la parte alta de la ciudad. La última vez que estuve, hace algo más de dos años, recuerdo haber escrito unas líneas algo tristes porque el local no tenía mucho que ver con el que recordaba de sus años de esplendor. Tenía la esperanza de que no solo hubiera cambiado el color de las paredes.

El Mató está ubicado en una casa de planta baja de principios del siglo pasado y su comedor principal da a un agradable jardín. Aunque está frente al Monastir de Pedralbes, en la zona de las escuelas de negocios, o sea, lejos del centro, no deja de ser Barcelona. Comer en él es como trasladarse durante un rato a una fonda de pueblo.

Cocina tradicional

De hecho, ese fue el propósito de sus promotores iniciales, unos empresarios que en los años setenta montaron varios restaurantes en la ciudad y concibieron El Mató como un lugar de cocina tradicional catalana en un edificio muy acorde con esa orientación. En ese sentido, fue un restaurante muy paralelo a La Venta.

Así como hace dos años lo encontré casi vacío, el otro día estaba a rebosar. Tuvimos que sentarnos en el primer comedor porque el resto estaba ocupado. Eran gentes de empresas y del mundo académico, pero también había burgueses de edad, probablemente vecinos de Pedralbes. El comedor principal estaba ocupado por un grupo que parecía celebrar las bodas de oro de alguna de las parejas.

El financiero

En una mesa grande, cercana al reservado, comían cinco hombres con aire de prejubilados –así, como sin prisas–, entre ellos Javier de la Rosa, al que en los años noventa todo el mundo llamaba “el financiero catalán”.

Efectivamente, pese a que el restaurante tiene el mismo aspecto de siempre se nota que le han dado una mano de pintura y una cierta actualización. Paredes pintadas en verde oscuro con sofás corridos contra la pared de color gris. Lámparas imaginativas y originales –a veces, solo una bombilla- suspendidas desde el techo con un cordón negro. Las sillas son las mismas, de madera clásicas, como de bar-casino de pueblo.

Ha cambiado más la decoración que la carta, muy parecida a la de siempre, extensa y con especial atención a las especialidades catalanas. Una decena larga de pescados y otros tantos platos de carne. La relación de entrantes aún es más amplia. Pedimos unas cañas Heineken. Las acompañaron de unas olivas y pan con tomate cortesía de la casa, aunque en la factura la coca figuraba a 3,8 euros. Las aceitunas, no. Menos mal.

Alcachofas

Como primeros pedimos unas láminas de alcachofas fritas, bastante buenas, y un surtido de verduras de temporada al vapor; no demasiado tiernas, pero comestibles.

Ya que estaba como en la fonda del pueblo, de segundo opté por una butifarra bien nostrada con judías blancas. Nada del otro jueves, pero superó con holgura el aprobado. Mi acompañante se inclinó por un risotto de crema de bogavante que le resultó muy agradable.

La cocina no es extraordinaria; es mejor el entorno. Y el servicio, mejorable, claramente mejorable. El propietario, sentado ante la caja registradora en una mesa del primer comedor algo apartada, no tiene problemas en dirigirse a los camareros elevando la voz. Un poco feo, la verdad.

Bebimos un sencillo blanc de blancs Marqués de Monistrol, que pagamos a 12 euros, cuatro veces más que en bodega. En general, la oferta de vinos de El Mató es de gama baja, lo que le permite más que duplicar el precio en la mayoría de los casos sin que el coste final escandalice. El café, Dibar, estupendo. Pagamos 36 euros por persona, lo que no resulta barato si tenemos en cuenta que comimos de una forma bastante sencilla.

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