Hay un resignado consenso en que lo mejor del 9N es que después viene el 10N. Lo que ya no está claro es si la etapa que se abre será mejor o peor, pero sí que caducado el icono de esa fecha se abren horizontes nuevos ante los que habrá que diseñar caminos, ideas, alianzas… que nos llevarán a un escenario seguramente distinto del que hasta ahora hemos vivido.

En los aledaños del gobierno central conviven varias hipótesis sobre el devenir que pueden seguir los acontecimientos a partir de este momento. Para unos, disparada la traca final del 9N y quemados los pocos cartuchos de credibilidad de los convocantes por el sectarismo demostrado, el movimiento rupturista empezará a perder fuerza, al modo que acabó disolviéndose en el tiempo el órdago lanzado por el lehendakari vasco Ibarretxe.

Otros apuntan a una apertura del diálogo entre la administración central y la autonómica que dé paso a un sustancial aumento de competencias y financiación de esta última que refuerce a Mas y le permita seguir ejerciendo el papel de puente entre los constitucionalistas y las fuerzas soberanistas catalanas.

Finalmente, están los más pesimistas que, simplemente, se encogen de hombros, tuercen el gesto, y rezan para que el doble desafío lanzado por Podemos y el independentismo catalán se deshaga como por arte de birlibirloque, sin tener muy claro a quién invocar para que tal conjuro se produzca. Los partidarios de palo y tentetieso, créanme, son insignificantes.

Desde Cataluña, las posiciones están divididas, de manera algo esquemática, entre los que creen que el 9N ha sido un paso más –¿definitivo?– en el proceso de acumulación de fuerzas a favor de la soberanía nacional catalana; los partidarios de tomar esta fecha-símbolo como punto de partida para una nueva negociación con el Gobierno de Rajoy –aquí coincidirían con determinados sectores del resto del Estado español–, y los que creen que se ha dado un paso más hacia un vacío de consecuencias imprevisibles.

¿Existe algún punto de encuentro, algún lugar desde el que construir una mayoría que busque soluciones, más o menos duraderas, alguna plataforma donde confluyan personas, instituciones, asociaciones… con ánimo de debatir limpia y serenamente sobre el mejor futuro para la mayoría? No parece.

Lo que tenemos es que existe una parte significativa de catalanes que se sienten defraudados por el relato vigente de España, utilizados claramente por unas élites no menos extractivas que las que dominan en el resto del país, y unos partidos que hoy por hoy lideran el parlamento español en clara decrepitud y cuyo declive confirma el ascenso de Podemos. Los círculos de Iglesias, Errejón y Monedero y las asambleas de Forcadell, Casals, las CUPs… quizás las dos caras de la misma moneda.

Frente a eso la oferta de dura lex, sed lex resulta tan poco convincentes como las de un federalismo que nos llevaría tan lejos como al mismo sitio donde estamos ahora, o muy parecido. España tiene un problema de Estado y eso, más allá de las soluciones jurídicas inmediatas, requiere política con mayúsculas, como la que se hizo para salir de la Dictadura.

El problema es que en los partidos mayoritarios actuales no se advierte quién puede hacer esa política. Tampoco, por supuesto en Podemos o en los soberanistas, unos y otros apoyados en la irritación ciudadana y los sentimientos más primitivos –véase, por cierto, el totalitario intento de reprobar a la magistrada Encarnación Roca, por “falta de compromiso con Cataluña”– más que desarrollando planteamientos basados en la racionalidad.

La discusión sobre el Estado que necesitamos es inevitable y debería conducir por supuesto a un referéndum nacional donde los ciudadanos se pronunciasen sobre el nuevo modelo. Ese debate, para su más amplia legitimidad, debería apoyarse en la mayor participación posible y no limitarse a las cuestiones territoriales o sobre determinadas instituciones del Estado, y evidentemente estar sometido a una regulación que garantizara la limpieza del procedimiento.

En definitiva, soltar los escudos protectores de unos y la manipulación sentimental de los otros, marcar un tiempo suficiente y abordar desde la política todos los temas que en los últimos tiempos se han acometido desde las vísceras: desde la relación de Cataluña con el resto de España hasta la independencia de la justicia, desde el funcionamiento de los partidos hasta el papel de la Monarquía o el Senado. Sin miedos, pero con garantías. Mejor una vez colorado, que ciento amarillo.

Lo ideal sería que los dos partidos mayoritarios del espectro político, PP y PSOE, tomasen la iniciativa, junto a otras formaciones que han venido liderando claramente territorios significativos de España, como CiU y el PNV, estando abiertos al resto de fuerzas políticas que deseasen participar. En caso contrario, el futuro será algo más que incierto. Ya no hay tiempo para mucho más. El dilema para los mayoritarios, hasta ahora, es ponerse al frente de la manifestación o ser arrollados por ella.