50 años
Escribo estas líneas el 20 de noviembre, recordando tal día como hoy hace cincuenta años. Y todo lo que sucedió después hasta las elecciones de junio de 1977. En lo que llevamos de 2025 ha habido toda una propaganda gubernamental tendente a identificar la muerte del dictador con el cambio. Pues bien, mis recuerdos, como los de muchos, están en clara contradicción con esa interpretación.
Se sucedieron casi dos años de lucha, represión y muertos. La lucha por la ruptura que fracasó; todo hay que decirlo. La ley de reforma política no fue precisamente una victoria de las fuerzas democráticas. Ni en el fondo, ni en la forma. No lo fue en el fondo porque se hizo asumiendo la legalidad franquista. Y no lo fue en la forma porque el referéndum con el que se aprobó aquella ley se llevó a cabo muy lejos de que hubieran las mínimas condiciones que se exigen en una consulta democrática.
Cuando se dice, pues, que la democracia se ganó en la calle, hay que relativizar la afirmación. Lo que se ganó fue conseguir una monarquía parlamentaria en lugar de una simplemente constitucional, con toques autoritarios. Solución que, probablemente, era, en primera instancia, la contemplada por los que gestaron la reforma.
Aunque quizá no se llegue a saber nunca de la misa la mitad sobre los entresijos que llevaron al llamado harakiri de las cortes corporativas de la dictadura, es evidente que, en previsión de la muerte de Franco, las llamadas fuerzas aperturistas del régimen (yo las calificaría más bien de inteligentes) habían planificado el día después con bastante cuidado, con un cierto margen de maniobra en función de la más que probable movilización popular.
El franquismo era un anacronismo, sobre todo después de la desaparición de los regímenes autoritarios de Grecia y Portugal. Este último caso era, además, especialmente preocupante, ya que no se trató de algo controlado como el helénico.
El empecinamiento en intentar conservar un imperio colonial, que hacía aguas por todas partes, había llevado a un golpe por parte de las fuerzas armadas portuguesas que mostraba una preocupante deriva izquierdista. Por supuesto que el ejército español no se parecía en nada al portugués, pero dichas fuerzas aperturistas eran conscientes de que la persistencia en la línea Arias Navarro podía provocar impaciencia en ciertos sectores del bloque reformista, que tenían claro que no había más camino para entrar en Europa que la democracia.
En una reciente obra («Rafael del Riego y su momento histórico») me he permitido trazar un cierto paralelismo entre las situaciones acaecidas a las sendas muertes de Fernando VII y Franco. Ambos tiranos murieron en la cama y solo su respectiva desaparición permitió abrir una brecha de liberalización. Todos los intentos de conseguirlo estando ellos con vida fracasaron rotundamente, en gran parte por la situación internacional: Santa Alianza y Guerra Fría.
La revolución paneuropea de 1830, especialmente determinante para el fin del absolutismo en Francia, tuvo un papel catalizador semejante al de las democratizaciones ya citadas en Grecia y Portugal. Así y todo, en el XIX se tardaron años en alcanzar los niveles de democracia vigentes durante el Trienio constitucional (1820-1823). Por ejemplo, el sufragio universal masculino. Solo la «Gloriosa» (1868) permitió su recuperación.
La imposibilidad de una ruptura en 1976 causó que, todavía 50 años después, persistan rasgos dictatoriales remanentes, sin que se haya producido una condena global y unánime del régimen franquista. Que dentro de la derecha no ultramontana se quiera equiparar al llamado Caudillo con cualquier otro jefe de estado español, olvidando la falta de legitimidad y el origen espurio de su poder, es un buen indicador de lo dicho.
En definitiva, las consecuencias se pagaron y se siguen pagando. De una forma muy curiosa, todo hay que decirlo, porque esa, digamos, memoria débil, y el revisionismo cada vez mayor, coexisten con un proceso de debilitamiento, e incluso disgregación del Estado, que no tiene nada que ver con los propósitos rupturistas de 1975. Al menos con los mayoritarios. Proceso del que esa derecha, tímida en lo que se refiere a la estigmatización de la dictadura, es también en parte responsable.
Pero como se dice popularmente «no hay más cera que la que arde». La citada derrota, aunque parcial, del movimiento democrático hace cinco decenios fue incuestionable. Se consiguió lo que se pudo, que no fue poco, en función de la situación y de la correlación de fuerzas. El bloque oligárquico en el que se apoyaba la dictadura no sólo se mostró mucho más cohesionado de lo que se suponía, sino que hizo gala de una capacidad de reacción y acomodación sorprendente. Todo ello debe tenerse presente. Si se quiere, sin resentimiento. Pero también sin olvido.