El nacionalismo sin máscara de Sílvia Orriols
El ascenso demoscópico de Aliança Catalana, la formación encabezada por la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, no es ninguna sorpresa para quien haya seguido mínimamente la deriva de Cataluña en la última década. Es, más bien, la consecuencia lógica —y amarga— de años de mala política, de despropósitos legislativos y de mentiras procesistas. Su crecimiento es el síntoma de una decadencia profunda, de un deterioro que empezó mucho antes de que los nacionalistas decidieran romperlo todo y lanzarse al vacío con la estelada por capa.
Porque la decadencia catalana no nace con el procés; este solo aceleró, a marchas subvencionadas, lo que ya venía de los gobiernos tripartitos de izquierdas: una sobrecarga regulatoria que asfixia la iniciativa privada, un gasto público disparado y disparatado, y una cultura del ‘no’ que convirtió la competitividad catalana en un recuerdo para la nostalgia. A todo ese intervencionismo, el procés le sumó inseguridad jurídica y fractura social. Nada podía salir bien.
Pero muchos se dejaron engañar. En su momento la épica separatista ilusionó a una parte no pequeña de Cataluña. Prometía una independencia exprés con una prosperidad garantizada. Los bancos se pegarían por venir, se proclamaba, mientras estos iban preparando sus planes de salida a otras comunidades. El discurso alcanzó cotas increíbles de infantilismo, a pesar de que no éramos pocos los que advertíamos que se estaba gestando una generación frustrada y, quizás, un peligroso bucle de radicalidad.
Y es que todo era mentira. No había mayoría dispuesta a asumir los sacrificios que exige la ruptura de una democracia europea, no existían las prometidas “estructuras de Estado” y, en el plano internacional, el separatismo concitaba el mismo entusiasmo que una reunión de escalera. Más allá de algunos satélites del Kremlin nadie estaba dispuestos a apoyar o reconocer la independencia de Cataluña. El final de la mentira es conocido: el Estado actuó, la democracia y la legalidad volvieron a su sitio y el “padre de la patria” se fugó escondido en la parte trasera de un vehículo. La épica era una comedia.
Tras el estallido, el separatismo tuvo que enfrentarse a una realidad incómoda: sus líderes eran, en esencia, mentirosos y cobardes. Sin embargo, la base electoral no se descalabró porque Junts y ERC supieron convertir la decepción en un chantaje emocional permanente. Así se estiró el procés, como un chicle ya sin sabor, que permitió a Torra, Aragonès e incluso a Salvador Illa —cada uno a su nacionalista manera— gestionar la decadencia sin atreverse jamás a reformar nada.
Porque los tres son, ante todo, nacionalistas procesistas: no creen en la libertad individual, sino en el colectivismo, son defensores de altos impuestos para mantener altos cargos, son guardianes de un sistema educativo fracasado que, para mantener cierto control político, ha bloqueado el ascensor social, y son, en definitiva, partidarios de una Generalitat desmesurada para una Cataluña menguante.
Y toda esta decadencia solo podía conducir a una apuesta doble de populismo nacionalista. Aquí aparece Sílvia Orriols. Ella no inventa nada: simplemente dice en voz alta lo que el nacionalista medio piensa pero no se atreve a verbalizar por pudor progre. Oriol Junqueras, en el fondo, no está tan lejos de ella. Los textos supremacistas y la pulsión identitaria laten en todos los partidos nacionalistas, aunque algunos prefieran maquillarlos.
«…el auge de Orriols puede convertirse en el prólogo de un nuevo procés…»
Orriols, sin embargo, no se molesta en disimular: no cambia de discurso según la audiencia y, por eso mismo, muchos votantes separatistas la perciben como más auténtica. Nunca habla en español. Trata siempre de colonos a más de media Cataluña. Es el nacionalismo de toda la vida, pero sin máscara. Y sin mochila. Nunca ha gobernado la complejidad catalana. Va sin filtros y, así, va drenando votos, primero de Junts y ahora también de ERC.
Su mensaje es tan claro como inquietante: para Orriols, el hijo de un andaluz en Cataluña debe tener los mismos derechos que un inmigrante ilegal: ninguno. No hay aquí rastro del supuesto “nacionalismo cívico”. Es etnicismo sin complejos. Si Junqueras, nerviosísimo, la acusa de ser una agente del CNI, no es porque abrigue ideas distintas, sino porque ambos compiten por las mismas psicologías. De ahí que hablar de una supuesta “moderación del nacionalismo” sea todo un oxímoron: en un entorno de fragmentación y volatilidad, todos lucharán por la pureza, pero ni ERC ni Junts —atareados en blanquear su complicidad con el sanchismo— pueden ofrecer credibilidad alguna.
Conviene, no obstante, que el constitucionalismo no se frote las manos. La irrupción de Aliança Catalana puede erosionar al procesismo, sí, pero no trae nada bueno consigo. Es más decadencia, más conflicto, más odio a España. Es una Cataluña más pequeña en un Estado cada vez más debilitado y ausente debido a las continuas concesiones del socialismo al separatismo. Por eso, el auge de Orriols puede convertirse en el prólogo de un nuevo procés, esta vez más extremo y más difícil de contener. Jugar con Aliança Catalana es jugar con fuego. Y Cataluña ya ha ardido demasiadas veces.