Alemania, Alemania… 

El ala verde de la coalición, que comanda el canciller alemán, hace un guiño a la historia afanándose en poner en marcha una agenda económica basada en políticas energéticas que, de tener éxito, resultarán en una desindustrialización del país

¿Se acuerdan ustedes de los PIGS? Seguro que sí. Es aquel infausto improperio disfrazado de acrónimo, con el que durante los tiempos del colapso de Lehman Brothers sirvió para que propios y extraños nos armonizasen con fábulas de hormiguitas y cigarras, a propósito  del indolente despilfarro en las tierras de la cultura, del vino y del aceite, desviando de paso la atención de la irresponsable codicia en los despachos de los países de la cultura de la cerveza y la mantequilla, que culminó en la crisis del euro y el rescate de los bancos alemanes usando a los pensionistas griegos como chivo expiatorio. Un mero juego de sombras morales, en palabras del laureado economista Paul Krugman.   

No obstante, ahora estamos en otros tiempos, tirando más al Schadenfreude que a moralejas de Samaniego; tiempos en los que las virtuosas hormiguitas de apellidos onomatopéyicos como Schröder y Schäuble no saben muy bien dónde meterse para resguardarse de la que le está cayendo en su país, y lo que está por venir. 

Porque lo cierto es que mientras daban más sermones que perlas a los cerdos (con perdón), los virtuosos teutones recogían las nueces del pacto al Fausto modo, con la coartada del  Wandel durch Handel (transformación a través del comercio”) que el contubernio de industriales, sindicatos y élites políticas germanas habían hecho con la cleptocracia rusa, gracias al cual tanto la economía alemana como sus satélites industriales (República Checa, Hungría) se han beneficiado durante décadas de la importación de gas barato para exportar a  precios competitivos productos fabricados mediante  procesos energéticos intensivos, a cambio de una especie de Pax Germanica, cuyo nombre de pila fue «austeridad».  

Todas las naciones están más o menos atrapadas en su historia, con leyendas de toda clase de colores, sabores, y sobre todo, olores; en algún que otro caso, nauseabundos. Sin embargo, es probablemente Alemania, la patria de los historicistas Herder, Hegel y Marx, el único país en el que el espectro de la historia, sustanciado en la frase de Dilthey (“lo que el hombre es, lo experimenta solo a través de su historia”) se fija, limpia y da esplendor, con fruición nacional. 

Olaf Scholz, canciller alemán. EFE

Gracias a ello, podemos hoy trazar el camino hacia la circunstancia actual de Alemania, al menos desde los tiempos de la Ostpolitik de Willy Brandt a fines de la década de los 60, una política que en la Polonia de entonces se percibió nada menos que en clave de Lebensraum, delatando así una aprensión existencial tanto al oso berlinés como al moscovita, que los enjuagues y pasteleos del Nord Stream no contribuyeron un ápice a disminuir. 

Desindustrialización de Alemania

Y en estas seguimos con la historia, que aunque no se repita, goza de un sardónico sentido del humor, con el que se ríe de sí misma a costa de Fukuyama, dejando que sean los propios alemanes quienes, bajo el mandato del Scholz se hagan la eutanasia zambulléndose en el charco semántico de la Zeitenwende (“ruptura histórica”), al tiempo que el ala verde de la coalición que comanda el canciller le hace un guiño a la mencionada historia afanándose en poner en marcha una agenda económica basada en políticas energéticas que,  de tener éxito, resultarán en una desindustrialización de Alemania. En unos términos prácticos bastante análogos a los del futuro de Arcadia rural que el Plan Morgenthau contemplaba para la Alemania posterior a la derrota del nazismo.   

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