Balones fuera en el desastre de Spanair

La comisión de investigación del Parlamento catalán sobre Spanair concluyó con la asombrosa declaración de que su quiebra no encierra ningún género de responsabilidades políticas. Esto es lo que CiU, ERC y PSC han determinado, ante sí y por sí. Casualmente, esos tres partidos son los mismos que, cuando gobernaban la Generalitat, inyectaron alegres y copiosas sumas de dinero público para relanzar la aerolínea de triste memoria.

Tales dispendios fueron de una inutilidad flagrante, pues poco tiempo después Spanair cayó en barrena. Dejó tirados a 83.000 pasajeros provistos de billete, despidió a sus 2.500 empleados y desapareció del mapa con un reguero de deudas. El siniestro acabó costando a los contribuyentes nada menos que 173 millones de euros, totalmente irrecuperables. Sin  embargo, hete aquí que a la hora de rendir cuentas, la casta política se hace el sueco, mira para otro lado y le echa la culpa al maestro armero.

La entrada de capitales públicos en Spanair es uno de los despilfarros más lamentables que se perpetraron en Cataluña durante los últimos años. Sólo se le asemeja otro despropósito reciente, el de privatizar las Aigües Ter-Llobregat.

La idea de comprar Spanair a su viejo dueño, la escandinava SAS, recibió del tripartito de José Montilla el impulso inicial, acompañado de una generosa lubricación dineraria. Con la llegada de Artur Mas, el desembolso de fondos públicos se aceleró. El propio Mas certificó la muerte de la compañía al cortar en enero de 2012 el cordón umbilical que la unía al presupuesto de la Generalitat.

Los prolegómenos de este desquiciado episodio provienen de un acto multitudinario celebrado en IESE a comienzos de 2007, con asistencia de un millar de empresarios. Andreu Mas-Colell, a la sazón catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, pronunció un discurso vitriólico. Acusó al Gobierno central de menoscabar el papel del aeropuerto de El Prat y le exigió que favoreciera su transformación en un centro de conexiones mundiales.

Una de las conclusiones finales del aquelarre fue que si por estas latitudes queríamos unas instalaciones de primera categoría, era imprescindible contar con una aerolínea de bandera o, mejor dicho, de senyera.

Tacaños

Dicho y hecho. El consejero socialista de Economía Antoni Castells se erigió en entusiasta defensor e impulsor de la compra de Spanair, secundado por el hotelero Joan Gaspart. La sociedad civil nacionalista se movilizó. Varios empresarios se colocaron al frente de la manifestación. Sin embargo, a la hora de la verdad, pocos pusieron dinero sobre la mesa.

Entre ellos son de citar Ramón Bagó, del grupo turístico Serhs, ex alcalde de Calella; Carles Sumarroca, de la constructora Comsa Emte; Miquel Martí, de los autobuses Moventia; José María Benet y Jaume Roures, del grupo audiovisual Mediapro; Jordi Mestre, de Expo Hoteles; la familia Soldevila, del hotel Majestic; y los Font Fabregó, dueños de los supermercados Bon Preu.

La única organización que dio un paso al frente es la modesta Femcat, encabezada por Joaquim Boixareu. Este señor es propietario de la metalúrgica Irestal, hoy renqueante bajo el peso de grandes deudas. Además, aparece en el sumario Nóos, como uno de los desprendidos financiadores de Iñaki Urdangarin a fondo perdido.

Para comandar el engendro de Spanair, el consejero Castells propuso a Ferran Soriano, que no tenía ni la más remota idea del negocio aeronáutico. Una de sus primeras providencias consistió en fijarse un sueldo de escándalo. Otra, contratar los servicios de la consultora Europraxis, dirigida entre otros por Josep Pujol Ferrusola. Y otra más, colocar de secretario del consejo de administración a Joan Roca Sagarra, hijo del lobista Miquel Roca Junyent.

En resumen, para la aventura de Spanair se coaligaron fatalmente los delirios de grandeza de unos políticos acostumbrados a disparar con la pólvora del rey, con un ramillete de emprendedores que desconocían por entero el negocio de la aviación, más algún que otro arribista con ganas infinitas de medrar y figurar.

Al olerse que el experimento fracasaba, los empresarios hicieron mutis por el foro. Los políticos también se esfumaron con rapidez. Ahora proclaman sin rubor alguno que no tuvieron nada que ver con la desdichada peripecia. Por desgracia, como siempre ocurre en lances similares, la factura del desastre ha corrido una vez más a cargo de los contribuyentes catalanes.