¿Y si el problema no es la Ley de Segunda Oportunidad, sino la competencia entre bancos?

Estos días, la banca ha iniciado una ofensiva mediática contra la Ley de Segunda Oportunidad. Denuncian que se ha convertido en un “coladero” que permite a deudores eludir sus obligaciones sin control suficiente. Alegan que no se les notifica a tiempo, que hay abusos, que los jueces perdonan deudas sin oposición. Pero esta crítica, tan ruidosa como interesada, omite una parte crucial de la historia: ¿qué papel han jugado los acreedores en la creación del problema?

Desde el Consejo General de los Gestores Administrativos queremos ser muy claros: quien se endeuda debe pagar. Defendemos la responsabilidad personal, el respeto a los compromisos adquiridos y el cumplimiento de la ley. Nos oponemos al uso fraudulento o estratégico de la Ley de Segunda Oportunidad, y creemos que deben extremarse los controles frente a quien actúe de mala fe. Pero también creemos que antes de señalar al deudor, hay que revisar qué han hecho —y cómo— quienes concedieron esos créditos.

Durante años, el sistema financiero ha operado con una lógica cortoplacista y agresiva: tarjetas revolving con intereses abusivos, créditos personales sin evaluación de solvencia real, refinanciaciones encubiertas (especialmente, con los ICO Covid), y una absoluta falta de responsabilidad en la colocación de productos. Y cuando la situación del cliente se deterioraba, a menudo se han negado las refinanciaciones o los replanteamientos que podrían haber evitado el colapso. No se quiso aliviar el servicio de la deuda: se prefirió llevarla hasta el impago.

Una anécdota del sector lo resume bien. Un joven analista de riesgos de un gran banco acudió a su jefe para advertir que un cliente no había devuelto un préstamo. El jefe respondió con frialdad:

El culpable no es él. El culpable eres tú, que le diste el crédito sabiendo que no podía pagarlo.

Y, sin embargo, ahora la banca se escandaliza porque la justicia permite a algunos deudores liberarse de cargas imposibles. Pero olvidan que la Ley de Segunda Oportunidad ya incorpora salvaguardas importantes a su favor: los créditos con garantía real —como hipotecas— no se pueden exonerar. Es decir, el banco conserva la facultad de recuperar el bien.

No obstante, el crédito público —de Hacienda o Seguridad Social— sigue siendo, en buena parte, “intocable”, incluso cuando la banca ya ha asumido pérdidas. Esa situación es difícil de justificar: si la equidad exige sacrificio al sector privado, también debería exigírselo al Estado.

La Ley de Segunda Oportunidad no nació para premiar al tramposo, sino para dar una salida a quien ha fracasado sin culpa ni mala fe. La norma exige transparencia, ausencia de condenas por delitos económicos, y una resolución judicial. No es automática, no es impune, y no es injusta.

Lo que molesta, en realidad, no es que la ley exista. Lo que molesta es que funcione. Que haya personas que, tras años ahogadas por deudas imposibles, puedan volver a empezar.

¿Puede mejorarse? Sin duda. Pero el verdadero debate no es cómo frenar a quien quiere empezar de nuevo con honestidad, sino cómo impedir que vuelva a repetirse una dinámica donde se colocan préstamos sin control y se niegan soluciones cuando aún son posibles.

La responsabilidad no es exclusiva del deudor. También debe exigirse a quien colocó créditos irresponsables, negó renegociaciones y ahora pretende aparecer como víctima.

Mientras la banca no haga autocrítica, y el crédito público siga blindado frente al ciudadano en quiebra, seguiremos necesitando muchas segundas oportunidades. Y por suerte, hoy existe una ley que las permite. Y lo hace bien

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