Barcelona, una ciudad sin herencia

Barcelona vive una de las mayores transformaciones urbanas de su historia reciente. En el mayor distrito de la ciudad, el Eixample, los extranjeros son ya un tercio (29.9 %) de los residentes, según los datos del padrón. En el barrio del Gòtic, en Ciutat Vella, la cifra supera los dos tercios (68,1 %). En mayor o menor medida, todos los distritos de Barcelona están cambiando su sociología. Las políticas de Ada Colau y Jaume Collboni prácticamente no permiten construir y sus regulaciones asfixian la oferta de alquiler. Encontrar una vivienda asequible en la ciudad es misión imposible, pero venderse, se vende. Los hijos de Barcelona venden y se van. 

Mientras discutimos sobre causas y soluciones a la gentrificación, hay un factor silencioso que está acelerando el fenómeno: el impuesto de sucesiones. Es el elefante en la habitación que pocos quieren ver. De hecho, la supuesta derecha de Junts, bajo la presidencia de Quim Torra y en plena pandemia, lo incrementó. Los de Carles Puigdemont quisieron llenar las arcas de la Generalitat en un momento en el que tantísimos catalanes perdían a sus padres. Fue una indecencia. Gravar con decenas de miles de euros a quienes heredan la casa familiar no es avanzar en equidad, sino condenar a la clase media y trabajadora a renunciar a su propio hogar y, por ende, a su barrio y a su ciudad.

Se habla de la España vaciada, pero también podríamos hablar de la Barcelona vaciada de barceloneses

Así, en Cataluña, cuando se pierde a un ser querido no solo hay que hacer el duelo, hay que hacer también números. Y, al final, para cumplir con Hacienda, se acaba renunciando a permanecer en el hogar. Más de diez mil catalanes renunciaron a su herencia en 2023 por el coste fiscal. Se habla de la España vaciada, pero también podríamos hablar de la Barcelona vaciada de barceloneses. En Gràcia, el Poblenou, el Eixample, el Clot o Sants los pequeños patrimonios construidos con décadas de esfuerzo pasan de manos de vecinos a fondos de inversión o nuevos compradores con más poder adquisitivo, normalmente extranjeros.

Y es que la aplicación actual del impuesto no ataca a las grandes fortunas, sino que aprieta, y ahoga -no es como Dios-, a quienes menos capacidad tienen para pagarlo. Las familias más pudientes disponen de asesores y estructuras fiscales para esquivar el tributo; la mayoría, no. El resultado: quien debería encontrar en la herencia la oportunidad de permanecer en su barrio, se ve obligado a marcharse. Esta expulsión silenciosa es gentrificación fiscal pura y dura. Ya es hora de que en la política catalana se empiecen a valorar más los resultados que las intenciones. Sin ética de la responsabilidad, la decadencia avanzará. 

En Madrid, Galicia o Andalucía, los gobiernos autonómicos aplican bonificaciones del 99% en el impuesto de sucesiones para herederos directos. Así, las familias tienen más facilidades para quedarse en sus pisos y los barrios mantienen su tejido vecinal. Cataluña tiene todo el margen legal para actuar, pero no quiere. Prioriza la ideología de la envidia a la realidad de los hechos. La Generalitat podría, y debería, legislar por el bien de su ciudadanía, eliminando de hecho el impacto de un impuesto obsoleto y con efectos indeseados.

En este sentido, conviene desmontar la falacia de que eliminar el impuesto de sucesiones es proteger privilegios. En la práctica, lejos de gravar a los más ricos, este tributo castiga a quienes han ahorrado toda una vida y desean dejar a sus hijos su mayor patrimonio: el hogar. El impuesto castiga el esfuerzo y la responsabilidad. Y, aún peor, genera una enorme desigualdad territorial: no tiene sentido que, dependiendo de la comunidad donde vivas, heredar tenga consecuencias totalmente diferentes.

La eliminación del impuesto de sucesiones –en realidad, la bonificación del 99%– aseguraría justicia, mantendría cierta recaudación y, sobre todo, frenaría la expulsión de vecinos y el avance imparable de la gentrificación en Barcelona. Apostar por la práctica desaparición del impuesto de sucesiones no es renunciar al estado del bienestar, sino protegerlo. Si permitimos que las familias trabajadoras, los hijos y nietos de Barcelona, pierdan su hogar por motivos fiscales, asistimos impotentes a la destrucción del tejido básico sobre el que se asienta toda sociedad.

El debate de fondo no es meramente contable. Es una cuestión de qué tipo de ciudad y comunidad queremos dejar a las próximas generaciones: uno desarraigado y gentrificado o una Barcelona viva y una Cataluña que honra el esfuerzo y la memoria de sus familias. Urge una revolución fiscal que coloque en el centro a las personas y a las familias, que proteja el arraigo y la pertenencia frente a una gentrificación voraz.

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