Barcelona 

La Barcelona que conocí se asemeja cada vez más a una hermosa cáscara vacía, a un parque temático

Barcelona es una ciudad, la primera de Cataluña y la segunda de España, pero es a la vez mucho más y menos que eso. Igual que en algunos momentos se podría decir que el Barça era “més que un club” pero menos que un equipo de fútbol… normal. 

Yo dejé de vivir en Barcelona el año 1998 y volví a vivir en ella, de forma más o menos estable, en 2021. Larga ausencia. Recuerdo que lo último que hice antes de irme fue pasarme por la playa de la Barceloneta y cargar agua de mar en una botella que tuve guardada mucho, mucho tiempo. 

Volví a una ciudad medio fantasma, aletargada todavía por la pandemia. El centro vacío de turistas tenía algo entre pudoroso y escandaloso. Como cuando vas a casa de alguien y por una puerta entreabierta ves su cama a medio hacer. El día que venía Pedro Sánchez a anunciar los indultos a los presos del procés, yo amanecí con el bolso tirado y abierto en mitad del pasillo. Me habían entrado a robar mientras dormía.

Barcelona. Pixabay.
Barcelona. Pixabay.

Con todo el susto metido en el cuerpo, me fui a las puertas del Liceu, donde tenía que participar en una protesta constitucionalista contra los indultos. En la práctica me vi metida en una protesta contra los indultos, pero de signo independentista. Me insultaban a mí con tanto o más esmero que a Sánchez: “Què, tu també vas a l’acte, imbècil?”, me espetó un hiperventilado señor de edad provecta, nada más pisar la calle. 

Ahora los turistas han vuelto y ya les vuelven a robar a ellos en vez de a los vecinos. Otros indicadores del desastre de Colau (la suciedad, la inseguridad, la desgarradora proliferación de personas sin hogar durmiendo en la calle, la misión imposible de parar un taxi a ciertas horas en ciertos sitios, el asombroso montante del recibo del agua…) se mantienen alarmantes e incólumes.

La ciudad se aguanta -si es que se aguanta- por la quietud. Ideal para unas minivacaciones, más complicada para vivir en ella, haciendo de tripas corazón y de caos, urbanismo. La Barcelona que conocí se asemeja cada vez más a una hermosa cáscara vacía, a un parque temático. 

Recuerdo que como periodista, antes de irme a Madrid, yo jamás llegué a pisar el Ayuntamiento de Barcelona por dentro. La primera vez que lo hice fue para ir a acompañar a la hasta hace poco presidenta del grupo municipal de Ciutadans y candidata a la alcaldía, Luz Guilarte.

Luz ya no es ni una cosa ni la otra, renunció a principios de esta semana después de unos lamentables episodios que algo tienen que ver con la herencia envenenada de un tal Manuel Valls. También con el reto de hacer política, cualquier tipo de política, fuera de los códigos de la sociovergencia y de una izquierda más y más irredenta cuanto más redentora se pretende y más engolfada está en las instituciones. El procés ya no necesita ni el anzuelo del independentismo para perpetuarse y para pudrir cuánto toca. Dentro y fuera de la Generalitat. 

Confío en mis compañeros, que los tengo brillantes y generosos, para seguir dando guerra al frente del grupo municipal de Ciutadans en Barcelona, igual que la damos cada día desde el Parlament. En serio creo que si no vemos la prolongada anomalía política barcelonesa y la catalana como un todo, no saldremos del laberinto. Nos irán  cortando las alas poco a poco, un milímetro cada día. Casi cuajamos una gran capital europea, de las más libres y originales, y ahora en cambio se nos va quedando un abismo de andar por casa, un Gran Cañón que va de lado a lado de la plaça Sant Jaume. ¿Hasta cuándo?