Cataluña: una maravillosa decadencia

La clase dirigente catalana ha llevado a la nación a un estado de decadencia del que pasarán años antes de que se pueda recuperar

Una bandera independentista en el Arc de Triomf de Barcelona | Archivo

Cataluña se enfrenta a un tiempo que seguramente será recordado como uno de los periodos de máxima decadencia vividos por la nación. En primer término, a nivel político, nunca antes había sido gobernada por una clase dirigente tan notoriamente embustera y mediocre.

Tras diez años de procés (que han derivado en una parsimonia a la que muchos llamamos procesismo: a saber, la moral de la ineptocracia política que siempre hallará una excusa con tal de no proclamar efectivamente la secesión), se da la paradoja de que los partidos independentistas han traspasado el umbral del 50% del voto a pesar de haber renunciado de facto a cualquier confrontación real para con el estado.

A pesar del incumplimiento de innumerables hojas de ruta, de la no aplicación del referéndum del 1-O de octubre, y de un océano de incontables mentiras, mis conciudadanos continúan regalando el poder de gobernar a una élite política que les ha engañado sistemáticamente.

La decadencia del independentismo

No obstante, los resultados del 14-F esconden un dato revelador. A pesar de sumar el 52% de las papeletas, Junts per Catalunya y Esquerra perdieron 707.974 votos, una cuantiosa abstención que no sólo responde al efecto de la Covid-19, sino que (así el caso de un servidor) también traducen el sentir de unos ciudadanos que no renunciamos a la independencia y a quienes los partidos tradicionales del catalanismo ya han dejado de representar, ciudadanos para los que el 1-O no es solamente un objeto de nostalgia ni un estallido de ira pasajero sino el corte determinante que declara la muerte del régimen autonómico español.

Cualquier líder soberanista que no tenga en cuenta este factor, y que caiga en tentaciones de volver al terreno de la tercera vía o alguna solución mágica tramada en un despacho, a imitación de los pactos entre Convergència y el poder central durante los 90, caducará rápidamente como cualquier historia que repetida deviene farsa.

La sensación de eterno compás de espera que se vive en Cataluña no responde, como creen tantos espíritus del kilómetro cero, a lo perpetuo de la confrontación política, ni en la crispación social, sino al hecho que a día de hoy ya no tiene sentido ningún proyecto político en Cataluña que no se funde en la autodeterminación (esto es, en la libre elección de sus ciudadanos adultos para elegir su futuro y la forma de representación política que de ello se derive).

Como es palpable en la mayoría de civilizaciones, la verdadera lucha del futuro se dará entre las civilizaciones que abracen más democracia o los estados que escuden su decadencia en un mal disimulado autoritarismo. Como cualquier país del mundo, Cataluña no sobrevivirá si no sitúa sus propios intereses en el centro de su acción política. El fracaso del procés y la decadencia actual son una pista magnífica para comprobar cómo una revolución a medias solo conlleva tristeza y dejadez moral.

Alejarse de Cataluña como herramienta para prosperar

Actualmente, si uno quiere a Cataluña lo mejor que puede hacer es alejarse de ella. No me canso de animar a los jóvenes más avispados que conozco que procedan a exiliarse y ampliar sus estudios en el extranjero, si puede ser en países en los que la libertad tenga algún que otro siglo de antigüedad. En la actualidad, y así será durante al menos cuatro lustros, insisto, en Cataluña no existirá ni un solo incentivo para prosperar.

Ello no implica que en nuestras ciudades y pueblos no se pueda vivir bien, que, en términos generales, la economía no marche a la par de los países de segunda división europea y etcétera. El problema es de fondo; no existe, ni existirá en Cataluña ningún espacio en el que un hombre con aspiraciones de libertad pueda prosperar. Sólo hay que fijarse en el claro reflejo de los mandatarios del país, una clase política sin autoridad que intentará soldar una especie de transición tras la amnistía de los presos pero a la que la ola del tiempo fundirá.

Si el discurso les parece excesivamente metafísico, y ahí uno peca de profesión, no hay mejor forma de contrarrestar lo que explico paseando por Barcelona, una ciudad a la que el alcalde Maragall consiguió situar en el mundo y que ahora se ahoga en un insufrible mar de mal gusto y de horrenda mediocridad.

Barcelona tardará años en recuperarse

Mi ciudad sigue siendo un lugar confortable para vivir, eso es difícil de negar, pero su administración ha pasado de regirse por la ética de la ambición a la moral pobre y al listón bajo tan propios del comunismo. Si antes podía pensarse en la Ciudad Condal como la indiscutible capital del Mediterráneo, ahora Barcelona está experimentando un proceso de progresiva valencianización provinciana que puede llegar a transformarla en un pueblucho. No está todo perdido, porque la capital siempre ha sufrido la decadencia más que ninguna otra parte del territorio, pero pasarán unos cuantos años en los que la ciudad se desconectará del mundo.

Titulo “maravillosa decadencia” este pequeño panfleto porque a pesar de un panorama tan negro esta decadencia puede implicar un cierto renacer. Todavía es muy pronto para decirlo, los filósofos somos malos futuristas, y el resultado final también dependerá de si las generaciones más jóvenes quedan presas del actual statu quo o permiten que del ocaso pueda salvarse algún espacio de luz.

No es casualidad que las mentes más desveladas de mi generación hayan optado por cierta moral eremita, guardando sus energías para batallas futuras que ahora no se pueden dar con garantías. Ahora nos toca esperar y comprobar cómo el sistema de certezas del último cambio de siglos va cayendo poco a poco, cómo la actual clase política se quema en la jaula de una burocracia en la que ya nadie cree, y ver cómo la cultura catalana se tiñe de todo ello para ir tirando como si no pasase nada. Compás de espera, paciencia, y de las cenizas quizás podrá salir algo interesante.

Eso es, una maravillosa decadencia. Nos vemos en el futuro.

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