Coto a los abusos de los colegios profesionales

El Gobierno está ultimando una ley sobre servicios y colegios profesionales, que afecta a decenas de millares de personas de mediana y alta calificación. Valga decir de entrada que esta disposición entraña un cambio notable del actual statu quo, hasta ahora hermético e impenetrable, y abre el portillo a las brisas tonificantes de la liberalización.

Algunos críticos tachan de timorata la aún no estrenada regulación. Los diversos sectores afectados conocieron su texto por el borrador del proyecto, ampliamente difundido. Todos ellos, con rara unanimidad, desencadenaron las pasadas semanas fortísimas presiones. Su objetivo no era otro que preservar la retahíla de ventajas y privilegios que vienen disfrutando.

La consecuencia es que el postrer boceto de ley aparece sensiblemente aguado. La edulcoración se aprecia, sobre todo, en tres ramos clave, los de farmacéuticos, abogados y procuradores, cuyas seculares prerrogativas se mantienen por entero, si bien sea con leves retoques.

Aun así, la ley encierra notables novedades. Una de ellas reside en que el número de oficios de colegiación forzosa se reduce de forma draconiana y pasa de 80 a 38. Además, a los supervivientes se les prohíbe de un plumazo el cobro de cuota de inscripción, un impuesto como la copa de un pino a favor de las arcas corporativas y a costa de cuantos quieren ejercer libremente.

Adicionalmente, la cuota anual se limita a un máximo de 240 euros. Esta cantidad, no obstante, podrá incrementarse si lo aprobare una mayoría de tres quintos de la asamblea colegial. Tampoco será exigible la contratación del seguro ofrecido por las asociaciones, corruptela extendida como mancha de aceite. Además, los adscritos a un colegio, quedarán facultados para ejercer en cualquier otra demarcación territorial de la piel de toro.

Gastos despilfarradores

¿Para quiénes seguirá rigiendo la inscripción obligatoria? Pues para los integrantes del amplio mundo jurídico, como abogados, procuradores, graduados sociales, notarios y registradores mercantiles y de la propiedad. También se requerirá para las actividades relacionadas con la salud, en particular médicos, dentistas, farmacéuticos, psicólogos, enfermeros, veterinarios, podólogos, fisioterapeutas, ópticos y biólogos.

Y por último, para las cualificaciones técnicas, entre ellas químicos, físicos, geólogos, arquitectos e ingenieros.
En cambio, la afiliación deja de ser forzosa, y por tanto se liberaliza, para los agentes comerciales, de la propiedad industrial, administradores de fincas, guías turísticos, educadores físicos, actuarios, bibliotecarios, publicistas, enólogos y detectives privados, entre otros.

El gobierno se sangra en salud y establece que la restricción de acceso a cualquier profesión sólo será exigible mediante una ley estatal, es decir, que ninguna autonomía podrá promulgar sus propias reglamentaciones. Así se pretende acabar, por fin, con el desbarajuste hoy imperante, pues cada comunidad hace de su capa un sayo, fija sus propias normas y convierte su demarcación en un cortijo cerrado a quienes procedan de otras autonomías.

Como era de esperar, los grupos presuntamente damnificados salieron en tromba a poner la non nata ley como un perejil. A su entender, la liberación que propugna el Ejecutivo no sólo constituye una intromisión intolerable, sino que surtirá efectos negativos sobre los ciudadanos en general y los dejará más desprotegidos.

A mi juicio, se trata de lamentos propios de quienes ven peligrar sus atávicas regalías. La ley que me ocupa es sin duda mejorable. Pero abre el camino a una clara rebaja o supresión de los altos costes pecuniarios impuestos al ejercicio libre de cada oficio. De modo que, contra lo que pregona la propaganda de los lobbies, también beneficiará indirectamente a la inmensa grey de usuarios que hayan de contratar semejantes servicios.

En todo caso, es saludable que las corporaciones no tengan a partir de ahora más remedio que amoldarse a los tiempos que corren y al clamor popular de renovación, mesura y abolición de gajes hereditarios. Ello implicará, por ejemplo, una poda drástica de los copiosos gastos estructurales de los colegios, entre los que son de citar unas sedes suntuarias, unas plantillas hipertrofiadas y burocratizadas y unos dispendios en muchos casos exorbitantes.