Cuando la IA deja de crecer y empieza a girar sobre sí misma

OpenAI se consolida en el centro del ecosistema de la inteligencia artificial, pero crece la duda sobre si su expansión genera valor real o solo se retroalimenta a sí misma

En los últimos meses, OpenAI ha cerrado una serie de acuerdos que, en apariencia, consolidan su posición como epicentro de la revolución de la inteligencia artificial. Microsoft ha reforzado su inversión, mientras también vende la infraestructura de Azure que soporta ChatGPT. Nvidia suministra las GPU que procesan el entrenamiento de modelos masivos, a la vez que tiene una fuerte dependencia del éxito de esos modelos para mantener su expectativa de demanda. Los fondos y los nuevos actores se suman al juego. Parece que todo lo que toca OpenAI genera crecimiento. Pero, como apuntaba el Financial Times este fin de semana, cabe preguntarse si estos acuerdos suman valor real o simplemente giran sobre sí mismos.

La pregunta no es menor. Si los flujos económicos que sostienen el desarrollo de la IA provienen de los mismos actores que se retroalimentan entre sí, podríamos estar corriendo el riesgo de vivir en una economía circular del poder tecnológico, más que ante una expansión productiva. Los ingresos crecen, las valoraciones suben, pero el dinero sale del mismo circuito. Es un sistema cerrado que se financia a sí mismo, más parecido a un circuito que a un motor.

El fenómeno recuerda a otras etapas de exuberancia financiera: cuando los bancos empaquetaban riesgos y se los vendían entre ellos, o cuando las plataformas digitales inflaban su tráfico con su propio ecosistema de datos. En el caso de la IA, el riesgo no es solo financiero, sino estratégico: una dependencia mutua entre un puñado de empresas que controlan la computación, los modelos y los canales de distribución. El resultado podría ser un mercado con menos competencia, menos transparencia y una concentración de poder difícil de regular o replicar.

Una dependencia mutua entre un puñado de empresas que controlan la computación, los modelos y los canales de distribución

Europa, mientras tanto, observa desde fuera. Sin infraestructura propia relevante, sin chips ni grandes modelos, corre el riesgo de convertirse en consumidor pasivo de APIs y servicios estadounidenses o chinos, perpetuando una dependencia tecnológica que limita su autonomía digital. Pero también hay una oportunidad: apostar por una IA más abierta, auditable y eficiente, capaz de generar valor económico real fuera del círculo cerrado de Silicon Valley. Aunque para que eso ocurra, Europa tiene que aportar financiación relevante, comparable con lo que se está viendo en Estados Unidos.

El futuro de la inteligencia artificial no debería medirse por el número de acuerdos entre gigantes, sino por su impacto tangible en la productividad, la energía o la innovación social. Hasta entonces, los grandes “deals” de la IA seguirán proyectando una imagen de crecimiento que quizá sea solo eso: una imagen reflejada en su propio espejo.

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