De tal amiguismo y compadreo, tales másteres

Los implicados en los másteres dudosos deberían preguntarse por qué se ha construido este escándalo público y por el origen de las prácticas fraudulentas

Seguramente, el aluvión de noticias acerca de la formación real o ficticia de nuestros políticos más insignes nos habrá conducido a sucesivos estados de sorpresa, indignación, hilaridad, atonía, sarcasmo, confusión… Quizá no en este orden. Tal vez entremezclados.

En cualquier caso resulta triste y doloroso que este país lleve enfangado ya unos cuantos meses en una diatriba, tal vez sin precedentes, acerca de si cumplieron o no sus obligaciones como estudiantes, si fueron enchufados o no con más o menos descaro, y si los docentes de turno falsificaron notas y actas en un acto al menos de frivolidad y menosprecio hacia su propio rol social.

Es, sencillamente, patético.

El futuro del país no puede depender de que unos políticos no hayan cursado sus estudios adecuadamente

Que el presidente del Gobierno, el líder de la oposición, una reciente ex ministra de Sanidad… dediquen horas y horas a encontrar argumentos con los que restregar por la cara al adversario sus faltas curriculares y defender las propias, como si el futuro del país dependiera de estos asuntos, es como poco un despilfarro de recursos que no nos deberíamos permitir.

Y, entiéndanme, no es que me parezca algo insustancial que personajes tan relevantes de nuestra vida política hayan chapuceado en su formación y aprovechado indignamente de su posición preeminente, presente o futura.

No. La falsedad en un político, y más si ocupa relevantes cargos en la administración del Estado, debería ser ipso facto motivo de abandono de responsabilidades. Así ocurre en otros países de nuestro entorno.

El asunto de los másteres no debe esconder los verdaderos problemas de este país

No. Lo que creo es que este desagradable asunto debería ser resuelto sin subterfugios en horas, no ser motivo de interminables y lamentables debates, que debieran dedicarse a los muchos y trascendentales temas que acosan la actualidad española.

Por ejemplo, entre otros, Cataluña; la inmigración, por supuesto; la amenaza de una desaceleración económica a las puertas, y… la educación, evidentemente, el pilar sobre el que se construye, o no, el futuro de las naciones.

Lo más lamentable de los másteres fraudulentos es que nadie, ninguno de los más implicados tampoco, parece querer dedicar un minuto a la sencilla pregunta de por qué esta situación ha llegado a constituir un escándalo público, de, si sus prácticas están más extendidas de lo que pensábamos en una parte de nuestra clase política, cuál es el origen del mal.

La politización de las universidades

Quizá por ese camino llegaríamos a preguntarnos si tiene sentido que en nuestras universidades sean los propios aspirantes a doctores los que conformen los tribunales que les van a evaluar, por ejemplo.

O cuál es la necesidad social de una buena parte de los cursos de postgrado que se ofrecen y publicitan como productos de consumo al uso, y, sobre todo, cuál es su retorno.

De paso comenzaríamos a interrogarnos acerca de si en aras a la sacrosanta autonomía universitaria no hemos acabado convirtiendo nuestros máximos centros de enseñanza en auténticos reinos de taifas, prisioneros de castas: la Complutense para los próximos a Podemos, la Autónoma de Barcelona para los de Iniciativa, la Ramon Llull para los convergentes… podríamos afirmar simplificando mucho.

Y quizá valdría ya la pena, aprovechando el desgraciado debate nacional sobre los delitos y faltas cometidos a costa de los dichosos másteres, que abordáramos con rigor cómo poner en marcha una política educativa de la base a sus más altos exponentes; donde primara la excelencia sobre la resignación, la meritocracia sobre el amiguismo y la calidad sobre la apariencia.

Al fin y al cabo, nos estamos jugando sólo nuestro futuro.