El crepúsculo del deber

Reflexión tras reflexión, Gilles Lipovetsky disecciona con lúcida claridad nuestra sociedad contemporánea. Filosofía y sociología anudadas en la tarea de desenredar la maraña de la complejidad de nuestra realidad, diseccionando la transformación y mutación de nuestros valores individuales y colectivos con un objetivo que transciende la mera voluntad taxonómica para construir meticulosamente una potente voz de alerta.

Además de las perspectivas de interpretación de la realidad que abre al lector la posibilidad de recorrer sus afinadas consideraciones a través de su extensa obra, el francés posee un extraño don, una singular virtud, la de sintetizar en los títulos de sus libros conceptos con una formidable capacidad mayéutica:  «La era del vacío», «El imperio de lo efímero», «La sociedad de la decepción», «El occidente globalizado»… delimitan conceptos que son suficientes para convertirse en detonantes de la reflexión.

«El crepúsculo del deber» es uno de ellos, y el tiempo político que vive nuestro país, metafóricamente representado en los más de 40 días que hasta ayer habían transcurrido sin candidato a la presidencia del Gobierno, encaja como un guante con ese título.

Mariano Rajoy es ya un político crepuscular, pero no porque su tiempo político haya pasado arrastrado por la aceleración de las transformaciones sociales y políticas de nuestro país, que también, sino porque ha personificado como pocos el crepúsculo del deber, siendo fiel hasta el final a la constante que ha caracterizado su presidencia: su narcisismo apático.

Dilapidado en cuatro años el capital de una mayoría absolutísima por una gestión caracterizada por la incapacidad de sintonizar con las inquietudes, los miedos y la angustiada desesperanza de millones de nuestros conciudadanos, y una congénita incapacidad de asumir el liderazgo, Mariano Rajoy renunció a su deber de intentar configurar un gobierno asumiendo su responsabilidad como candidato de la formación más votada en las urnas el pasado y ya lejano 20D. De tal manera que ha forzado al rey a proponer finalmente como candidato al líder socialista Pedro Sánchez.

Rajoy renunció a su deber por un viciado tacticismo espurio. Mientras paradójicamente exigía que gobernase la fuerza más votada, se negaba a asumir la responsabilidad de la investidura para forzar un escenario donde el fracaso de Pedro Sánchez le permitiera presentarse como candidato con más garantías o unas nuevas elecciones. De este modo se aseguraría un futuro político que se antojaba sombrío en el caso de no haber conseguido ser elegido como primer candidato en los debates de investidura.

Este experto en el arte de «dejar pasar las cosas», en la confianza de que ante los problemas y dificultades, lo mejor es dejarlo pasar con la esperanza que se solucionen o desaparezcan por sí solos, es el ejemplo de una democracia que languidece prisionera de una lógica política que antepone los intereses personales y de los partidos a los de la Nación y, por lo tanto, los de sus ciudadanos.

Ahora es el turno de Pedro Sánchez. Nada parece indicar que el candidato socialista vaya a ser aquel que esté a la altura del nuevo tiempo político que exigen la mayoría de los españoles y que se abrió tras los resultados de las elecciones generales.

Prisionero de la vieja lógica política refractaria al deber, condicionado por su agenda política personal, puede caer en la tentación de anteponer su propio interés sacrificando el del conjunto de la Nación. Buscando lograr alcanzar el poder no para poder, sino para simplemente poder sobrevivir políticamente a los malos resultados y a su propio partido.

Pero no es sólo responsabilidad de Sánchez retomar la senda del deber. El resto de fuerzas políticas deben de estar a la altura de las expectativas y necesidades de los ciudadanos, a la hora de alterar definitivamente el orden de prioridades que han caracterizado las decisiones políticas en nuestro país.

La agenda política personal y los intereses del partido deben ceder el paso a la que debe ser la primera prioridad de las formaciones políticas: trabajar para acometer las profundas reformas que necesita nuestro país en beneficio del conjunto de los ciudadanos.

Los valores que impregnan y definen la política no son más que la suma de los de las personas que la ejercen. Y nunca como ahora el deber ha de ser la guía rectora de las decisiones y de la conducta de nuestros representantes.

España tiene la oportunidad de que sus políticos rehabiliten la ética del deber sin caer en la exigencia naíf de un heroísmo del desinterés, sino desarrollando el espíritu de la responsabilidad y la búsqueda de compromisos razonables con el objetivo del bien común.

Nos adentramos en unos días apasionantes que determinarán no sólo quien gobernará nuestro país, sino si realmente se inicia una nueva etapa política, con unos valores que representen los anhelos y esperanzas de la mayoría de los españoles.

Casi 25 años después de publicarse «El crepúsculo del deber», sus reflexiones siguen plenamente vigentes y su título sigue siendo igual de sugerente. Pero a pesar de que este deriva en primera instancia al pesimismo, no olvidemos que el crepúsculo no es sólo ese efímero momento del ocaso que precede a la puesta del Sol, sino que también anuncia su salida en el amanecer.