El debate medioambiental ayer y hoy

La percepción sobre la politización medioambiental y la naturaleza del cambio climático ha cambiado muy rápidamente y, al menos en Europa, objetivamente ya no se puede hablar de “guerra ideológica” entre izquierda y derecha a propósito del tema.

“Durante años se ha identificado el sentimiento ecologista con la izquierda, fundamentalmente porque los nacientes partidos verdes obraban la mayor parte de veces como ‘compañeros de viaje’, a pesar de una base social no precisamente obrera”.

Adrià Casinos es profesor emérito de Zoología de la Universidad de Barcelona.

El desasosiego por la situación medioambiental, y el debate correspondiente, como fenómeno de masas, no va más allá de la trayectoria vital de mi generación, la del 68. Ahora bien, en esos escasos años, en términos históricos ¿se ha planteado dicho debate siempre igual? En el marco de la lucha ideológica ¿estamos como, por ejemplo, hace unos pocos años, cuando Rajoy negaba el cambio climático, basándose en la opinión de su primo? Mi tesis es que la percepción ha cambiado muy rápidamente y, al menos en Europa, objetivamente ya no se puede hablar de “guerra ideológica” entre izquierda y derecha a propósito del tema.

Personalmente la primera recepción de la cuestión la tuve en mi infancia, en el seno de la familia, a través de un tío abuelo, que hacía compatible su franquismo acérrimo con su afición por la medicina naturista y el despotrique contra la contaminación atmosférica como origen de enfermedades. Quiero decir que esas tempranas noticias sobre el tema no me vinieron precisamente por la izquierda. Ahora bien, el primer documento serio que leí, hará ahora unos 50 años, con trazos de lo que luego se llamó “ecologismo”, procedía del grupo político italiano, de comunistas disidentes, denominado il Manifesto. El siguiente aldabonazo vino como consecuencia de la visita a Barcelona, a principios de la década de 1980, del filósofo de la RDA Wolfgang Harich, de quien llegué a presentar una charla. La razón principal de la venida era la publicación de la traducción de su libro ¿Comunismo sin crecimiento? Desde una perspectiva indudablemente marxista, Harich denunciaba el desastre medioambiental existente en diversos lugares de los países llamados de socialismo real, como consecuencia de haber practicado una política desarrollista, con una total despreocupación por la naturaleza, despreocupación que no tenía nada que envidiar, más bien lo contrario, a la existente en Occidente.

El filósofo se atrevía además a meterse con uno de los dogmas que, todavía entonces, parecía irrenunciable para el marxismo más ortodoxo: la posibilidad de alcanzar la sociedad comunista, sin estado y sin clases. Otra cosa que destacaría en su pensamiento era la preocupación por la explosión demográfica, explosión que, junto con la de la degradación del medio natural, serían para él causas de la imposibilidad de alcanzar ese Valle de Josafat que era el comunismo. Comparativamente sorprende el soslayo, en el mejor de los casos, que, en el momento actual, se cierne sobre el problema del crecimiento poblacional, soslayo en el que coinciden ecologismo y neoliberalismo. En el primer caso por omisión; en el segundo por negación, fruto de lo que parece una confianza ciega en la capacidad de la técnica y la ciencia, obviando la limitación de los recursos.

Durante años se ha identificado el sentimiento ecologista con la izquierda, fundamentalmente porque los nacientes partidos verdes obraban la mayor parte de veces como “compañeros de viaje”, a pesar de una base social no precisamente obrera, sino interclasista y sesgada hacia la pequeña burguesía, de forma que quizá habría que empezar a analizar en perspectiva dichos partidos como populistas avant la lettre..

Si se ha avanzado en el tema, ha sido en la toma de conciencia de que algo está sucediendo, no ya solo aceptando que la contaminación atmosférica produce enfermedades, como ya argumentaba mi tío abuelo, sino que hay trastornos climáticos importantes globales, que requieren un modelo alternativo, tanto en la obtención, como en la gestión de la energía. Fruto de todo esto es la formulación del paradigma de la transición energética, en cuyo debate estamos metidos hasta las cejas.

Diría que, en Europa, hay un consenso político bastante amplio sobre la necesidad de llevar a cabo dicha transición, consenso, del que solo quedan al margen negacionismos residuales como el de Vox.

Consenso con matices. Así la postura más fundamentalista del ecologismo exige que la transición vaya acompañada del apagón nuclear. Ese estar en la procesión y repicando se hace, a mi parecer, difícil, en especial en casos como el francés, en el que alrededor del 80% de la electricidad se obtiene por aquella vía. No parece asumible la sustitución de ese porcentaje, u otros algo menores, mediante energías alternativas, en un abrir y cerrar de ojos.

El tránsito en la sustitución no puede pasar por fundamentalismos semejantes. La realidad es que los grandes “lobbies” empresariales europeos productores de energía se están implicando claramente en proyectos de transición, algo que no ocurre exactamente igual en los EEUU. El responsable de cambio climático de Iberdrola decía no ha mucho que “…hemos hecho ver que el crecimiento verde es compatible con rentabilidad”. Sería ya hora pues de que la izquierda aceptara la transición energética como un compromiso transversal, no fuera que se empantanase en una reivindicación vacía de contenido.

Lo anterior lleva inmediatamente a preguntarse cuál sería un enfoque progresista de la transición, si la transición está, en cierta manera, garantizada. Por descontado no se puede limitar a una labor de vigilancia sobre cumplimiento de modos y tiempos. Desde la perspectiva de justicia social lo exigible es que el coste, ineludible, se reparta equitativamente y no recaiga, en mayor proporción, en las clases sociales con menos ingresos.

Por ejemplo, ¿se tiene la seguridad de que el cambio energético, que afectará, y mucho, al sector automovilístico, no redundará en un incremento de las tarifas eléctricas? No estar vigilante en ese aspecto implicaría desguarnecer un flanco por el que el populismo de extrema derecha podría entrar a saco.