El difícil papel del funambulista político

Parece que los prejuicios ideológicos, la animadversión hacia la iniciativa individual y las empresas y creer que lo verdaderamente valioso es el sector público es lo que guía la acción del Gobierno

Estamos ante un gobierno que parece estar librando varias batallas a la vez. Una de ellas es consigo mismo, porque casi para cada cuestión económica o política surgen de las dos almas de la coalición propuestas que apuntan en direcciones distintas, cuando no opuestas. Otra batalla importante es contra las estadísticas, los informes de los organismos internacionales y, en muchos casos, contra la prudencia económica. 

Ante las preocupantes cifras de temporalidad, desempleo y crecimiento, la parte del gabinete vinculada a Podemos conjuga siempre el mismo verbo: prohibir.

Por ejemplo, la ministra Yolanda Díaz ha venido proponiendo una reforma laboral que restringiría radicalmente la temporalidad, pero no permitiendo que el mercado de trabajo genere más contratos estables, sino prohibiendo los contratos no indefinidos, es decir, una de las pocas herramientas que tienen las empresas para adaptarse a la coyuntura con la regulación laboral vigente.

Asimismo, cuando en los primeros meses de la pandemia se atisbaba la magnitud del desastre económico, el entonces vicepresidente Pablo Iglesias propuso prohibir por ley todos los despidos, algo análogo a decir que deseaba la quiebra de las empresas privadas. Es como querer prohibir la gravedad por decreto porque nos molesta que las cosas se caigan.

Es fácil imaginar cómo podrían reaccionar las empresas a estas medidas: haciendo lo contrario a lo que pretende el gobierno, es decir, reduciendo la contratación -específicamente la contratación indefinida-, y despidiendo cuando no quede otra alternativa a perder dinero cada mes. Como consecuencia, el crecimiento del sector privado se ralentizaría o disminuiría, dejando el peso de una improbable recuperación al tirón del sector público.

Las medidas de recuperación económica también contienen un sutil pero claro espíritu restrictivo, si bien casi inconsciente, en la doble acepción del término: instintivo e imprudente. La contención del desempleo se fía a aumentar la contratación pública. Junto a ella tenemos una política de gasto público consecuencia del paso por caja de los socios de gobierno y financiada con un acusado aumento de los impuestos y las cotizaciones sociales de las empresas y con un crecimiento explosivo de la deuda pública. Con estas opciones de política económica, no se hasta que punto podríamos concluir que lo que se estaría restringiendo, por acción u omisión, es el crecimiento del sector privado

Los expertos han señalado hace tiempo lo contraproducente para el crecimiento de las propuestas más intervencionistas del gobierno, pero que también enmendaran la plana a su parte tecnocrática era menos esperable. Y esto debería preocuparnos.

Así, las cifras esperadas de crecimiento de la economía española que anuncia la ministra Nadia Calviño son contestadas poco después por los organismos internacionales, cuyas estadísticas también desmienten al ministro José Luís Escrivá cuando justifica el aumento de las cotizaciones empresariales en un supuesto déficit impositivo español frente a la media europea.

Más allá de su veracidad y de que ignore instituciones económicas relevantes de los países con los que nos compara, este último es un argumento manido cuando no hay otra forma de justificar una medida económica. “España está lejos de la media europea en…”. Pongan ustedes aquí las palabras “impuestos”, “cotizaciones” o “gasto público”, pero no se les ocurra completar la frase con “empleo”, “productividad” o “superávit”. Eso no toca.

Incluso si nuestros impuestos y nuestras cotizaciones sociales -impuestos también, en este caso al trabajo- fueran más bajas que las europeas, no es evidente que el objetivo tenga que ser subirlas. Impuestos y cotizaciones son un medio y no un fin. El gasto público puede financiarse de varias formas y -oh, sorpresa- también puede reducirse. Sin embargo, el gobierno ha hecho del aumento de los impuestos una cruzada moral.

Da la impresión de que el gobierno funciona bajo el supuesto de que los impuestos no son una herramienta sino un indicador de justicia. Mayores cargas impositivas implicarían una mayor justicia social, y tener unos impuestos comparativamente más bajos significaría que ricos y empresarios se escabullen de forma intolerable de sus obligaciones. Qué lejos queda aquel socialismo de Zapatero para el que bajar los impuestos era de izquierda.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, durante la reunión que han mantenido este jueves, antes del inicio del Consejo de Ministros extraordinario para aprobar los Presupuestos Generales del Estado de 2022. EFE/Javier Lizón

El caso es que la única connotación moral de los impuestos tiene que ver con su capacidad redistributiva. Solemos aceptar que pague proporcionalmente más quien más tiene y consideramos injusto un sistema que no observe el principio de progresividad. Sin embargo, los impuestos proporcionales, por ejemplo, también son compatibles con un sistema fiscal progresivo si la redistribución se realiza casi exclusivamente vía gasto público, como en los países nórdicos, aunque ésta es otra cuestión.

Al final parece que los prejuicios ideológicos, la animadversión hacia la iniciativa individual y las empresas, y creer que lo verdaderamente valioso es el sector público, que puede y debe crecer, es lo que guía la acción de gobierno. De nuevo, esto es lo que esperamos de la parte podemita del gobierno, pero que los ministros socialistas más pragmáticos salgan cada día a justificar este tipo de propuestas los convierte en verdaderos acróbatas de la política, obligados a equilibrar sus convicciones sobre el funcionamiento real de la economía con la defensa de un proyecto político quién sabe en qué medida enfrentado a esas mismas convicciones.