El discreto encanto del bipartidismo

La aparición de partidos emergentes llevó a pensar en el fin del bipartidismo, pero los hechos reflejan la conveniencia del sistema dual

La defensa del bipartidismo no está de moda. Y eso a pesar de que en España nunca ha existido un bipartidismo real, sino más bien una especie de dualismo anómalo corregido por partidos minoritarios de toda índole.

No en pocas ocasiones estos partidos han determinado el rumbo de la legislatura, a cambio de un apoyo a los grandes partidos que en buena medida  ha sido el causante de los males que aquejan a nuestra joven y desconcertada democracia.

La relativamente reciente emergencia de los nuevos partidos ha llevado a rescatar las manidas quejas a un sistema de partidos que ha permitido el mayor progreso democrático y económico en la historia del país.

Las distintas renuncias de Podemos y Cs a desalojar del poder al PP lleva a pensar en su interés en repetir elecciones

Naturalmente, este recurrente revisionismo antipartidista da pie a sospechar de su coyunturalidad tacticista, inclinándonos a pensar que una vez  que los partidos emergentes hayan adelantado, por la derecha o por la izquierda, a PP o PSOE, el entusiasmo por el pluripartidismo y la refundación perpetua del sistema de partidos decrezca de manera inversamente proporcional al número de escaños que permita a cualquiera de los nuevos contendientes alcanzar el poder.

Y es que la renuncia de Podemos a ser la llave para desalojar del poder al PP en 2015 o la más reciente de Ciudadanos en 2018, lleva a pensar que estos -por otra parte legítimos- cálculos electorales, tenían detrás la expectativa de que unas nuevas elecciones mejorarían sus resultados.

Estarían permitidos, de esta manera, a gobernar hegemónicamente, contradiciendo implícitamente el supuesto beneficio intrínseco de la fragmentación parlamentaria por el que aparentemente abogan.

Los beneficios bipartidistas

Aunque las jeremiadas revisionistas formen ya parte inseparable de la literatura política española, al menos desde los tiempos de Cánovas y Sagasta, no hay en realidad ninguna razón convincente que nos lleve a pensar que un sistema basado en múltiples partidos ofrezca ventajas a la hora de, por ejemplo, limitar la corrupción.

Basta con repasar los resultados en este campo que brindó el Pentapartito italiano entre 1981 y 1991 para adoptar un cierto escepticismo al respecto. Tampoco desde el punto de vista de la eficacia democrática (de lo que los ingleses llaman accountability),  el multipartidismo resulta convincente.

La propia existencia de la figura del jefe de la oposición recae en el  jefe del partido mayoritario de la oposición, lo cual le otorga preeminencia protocolaria por delante de los presidentes de las comunidades autónomas y de los demás  portavoces de los grupos parlamentarios en el Congreso y el Senado.

Congreso fragmentado

Congreso fragmentado

La división del Congreso debilita el papel del jefe de la Oposición

Y ciertamente, tiene sentido que sea así, porque la labor de la oposición como Gobierno en la sombra es fundamental para fiscalizar con efectividad la tarea del Ejecutivo.

Todo ello requiere de un rigor, unos recursos y dedicación que no resulta sensato confiar a múltiples partidos, tal y como sostuvo el politólogo italiano Giovanni Sartori.

La razón más sólida para defender el bipartidismo es su propia naturaleza aglutinadora y centrípeta

Pero quizás la razón más sólida para defender el bipartidismo sea el que por su propia naturaleza aglutinadora y centrípeta, los grandes partidos con representación nacional tienen la capacidad de responder mejor a los intereses públicos del conjunto de la nación atrayendo intereses dispares hacia un centro común que se prioriza sobre los intereses particularistas.

Esto es así porque los partidos minoritarios tienden a devenir en facciones centrífugas, que se alejan del centro común al defender intereses ambiguos o particulares.

La mejora del sistema

Como sabemos bien en España, este es el caso que se da cuando los destinos del país se ven abocados a una política centrada en las tensiones entre los intereses  generales y los regionales, que avinagran el debate político al situarlo en el terreno del faccionalismo.

Y esto no es útil para el progreso de un país a varios niveles. Uno de ellos es el internacional, por cuanto que la gobernanza supranacional a la que estamos ineludiblemente sujetos constriñe la capacidad de llevar a cabo políticas soberanas que sean disonantes en el concierto de las naciones.

Prueba de ello es el veto del presidente italiano, Sergio Mattarella, al candidato a ministro de Economía propuesto por el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga, el euroescéptico Paolo Savona.

La existencia de dos grandes partidos institucionalizados e intercambiables fomenta una función de anexión e inclusión

Las grandes decisiones que los gobiernos deben adoptar para afrontar con seriedad los retos modernos -desde el cambio climático al terrorismo global pasando por  las relaciones comerciales globales-  requieren de una coherencia, credibilidad y estabilidad en la formulación de políticas que es más viable lograr por medio de partidos de gran alcance social,  en los que se prima el consenso y el pragmatismo en los grandes asuntos.

Esto es así porque la existencia de dos grandes partidos institucionalizados e intercambiables fomenta una función de anexión e inclusión que diluye la  ideologización radical de las respectivas posiciones, mitigando, paradójicamente, la bipolarización del sistema político.

¿El fin?

¿El fin?

La caída del PP en las encuestas puede marcar el fin del bipartidismo tradicional

En condiciones normales, es algo que el electorado intuye (como vimos en las generales de 1979), y que confirma la ley del sociólogo francés Maurice Duverger, quien adujo que los sistemas electorales basados en la pluralidad moderada tienden hacia los duopolios.

De todos modos, nada impide a un sistema de tendencia bipartidista la mejora y ampliación de la representatividad de sus electos. En nuestro caso, bastaría posiblemente con abrir las listas electorales para permitir así la disidencia pública dentro de los grupos parlamentarios, e instituir al tiempo la oficina local del diputado, a imitación del modelo británico.

Con toda probabilidad, estas dos medidas harían más por revitalizar la vida parlamentaria española y aumentar su calidad democrática que la confluencia de múltiples partidos minoritarios en el Congreso de los Diputados.