El fracaso del trumpismo

El asalto al Capitolio tiene muchas más posibilidades de conducir el trumpismo al ocaso definitivo que de resucitarlo de sus turbias cenizas

Donald Trump, en una imagen de archivo | EFE
Donald Trump, en una imagen de archivo | EFE

Hay acciones que sirven de estímulo para nuevas dinámicas transformadoras y acciones que funcionan como una vacuna contra ellas. A menudo la misma puede dar uno u otro resultado, dependiendo.

El asalto al Capitolio de los partidarios de Donald Trump tiene muchas más posibilidades de conducir el trumpismo al ocaso definitivo que de resucitarlo de sus turbias cenizas.

La apuesta de Trump por permanecer en el poder después de perder las elecciones solamente podría salir adelante por el procedimiento de, primero sembrar el caos y luego, con la excusa de restaurar el orden, saltarse las leyes y las normas esenciales de la democracia.

A la vista de la macabra mascarada del asalto al Congreso, y aún más después de su rápido sofoco y de la unanimidad en la condena más severa, lo más probable es que la salvajada de los agitadores a su servicio le salga a Trump por la culata.

Es más que probable que el desfile de altos cargos, congresistas y senadores nombrados o fieles el presidente que se niega a abandonar la Casa Blanca por las buenas se convierta en desbandada. Trump no tendrá quien le reivindique, y si lo tiene será un perdedor.

Al bochorno del asalto y la indumentaria de los asaltantes se añade la situación en la que han quedado los republicanos. Fuera de juego, huérfanos de poder, sin herencia presidencial que exhibir y habiendo perdido el contrapoder del Senado por una buena temporada.

Por si fuera poco, el nuevo presidente, Joe Biden, es persona moderada, por lo que puede descartarse desde el primer momento que sus discursos e iniciativas tiendan a ahondar la profunda división social y cultural de los Estados Unidos.

Algo similar al trumpismo puede persistir, pero a la baja. Las milicias irán perdiendo fuelle al no disponer de una correa de transmisión o capacidad de influencia política a nivel federal. La tolerancia con la que han sido considerados se troca en la consideración de amenaza peligrosa, un estigma que van a sufrir a partir de ahora.

La democracia norteamericana está llamada a perdurar de manera eficaz y ejemplar

Cualquier republicano sensato sabe que las batallas políticas se ganan en las urnas, y que a ellas conduce el debate sobre las ideas y la imposición de los propios relatos sobre los de sus rivales. No en la calle. No asaltando el Capitolio.

Viene a cuento la anécdota que me comentó un filósofo amigo: invitado a un congreso de intelectuales, allá en los ochenta, cuando le tocó hablar, soltó una soflama contra el autoritarismo y acabó advirtiendo que el fascismo planeaba sobre América. Un colega yanqui le replicó en voz alta: “Planea sobre América, claro, pero da la casualidad de que siempre ha aterrizado en Europa.”

Y es que la democracia norteamericana no sólo está profundamente arraigada y es consubstancial al propio ser del país sino que siempre ha sido y sigue siendo la que, por la perfección de su arquitectura constitucional, está llamada a perdurar de manera eficaz y ejemplar. Ya detectó Tocqueville en su famoso ensayo las ventajas de “esparcir el poder” en vez de concentrarlo y la historia no ha hecho más que darle la razón. El reparto es tanto geográfico como institucional.

El árbitro es la capital, pero al ser Washington casi diminuta en comparación está poco tentada de abusar de su influencia en beneficio propio. El poder es para el presidente, pero lejos de imponer su voluntad está obligado a negociar con el Congreso y el Senado, siempre bajo la severa vigilancia del Tribunal Supremo. Eso no hay quien lo tumbe, por lo menos desde dentro.

La formidable si bien extrema fortaleza ideológica erigida por los intelectuales del New American Century degeneró en el Tea Party que a su vez facilitó la irrupción de Trump, quien la ha convertido en inservible caricatura. Premio a quien encuentre precedentes de un fortín comparable convertido en ruinas por su máximo defensor.

Tras el fracaso del trumpismo, el problema de los republicanos es ahora volver a sentar las bases para unas políticas capaces de convocar mayorías. Máxime cuando, lejos de precipitarse hacia el otro extremo, el péndulo de la política estadounidense oscilará no lejos del centro.

Con toda probabilidad asistiremos a un debate y un forcejeo entre unos republicanos partidarios de encontrarse con los demócratas en el centro y otros que pretenderán reconstruir la fortaleza perdida, para lo cual habría que fabricar nuevos materiales ideológicos, pues los de las ruinas han quedado inservibles.

En cualquier caso, para el Occidente democrático es esencial que Norteamérica salga reforzada, so pena de impotencia para contrarrestar los incuestionables avances de China que la etapa Trump ha propiciado.