El futuro de la economía española sigue pendiente de políticas sectoriales de desarrollo

Pese a que la producción industrial de España experimentó en febrero un crecimiento interanual del 2.8%, un punto y medio superior al registrado en el primer mes del año ( 1.3%), la industria española está en crisis y el retroceso de la cifra de negocio refuerza las dudas sobre la recuperación del sector.

En este sentido, aunque la caída interanual es menor que en los meses anteriores (-2,5% en el último trimestre de 2013), el ajuste ya se prolonga desde hace más de dos años (-5,4% acumulado y -21,6% desde los máximos de 2008).

Los datos de coyuntura vienen a poner de relieve un grave problema con el que se enfrenta España y que no es otro que el de la reindustrialización de su economía. Queda reflejado por el hecho de que la participación media de la industria en el PIB español –también ocurre en Francia y en Italia– ha caído, desde el inicio de la unión monetaria hasta 2011, en casi cinco puntos a precios corrientes.

Recientemente, la banca española –ICO incluido– parece haberse puesto de acuerdo para lanzar campañas de concesión de crédito en un proceso lógico, incluso de supervivencia para el sector.

Y algunos de sus integrantes han optado, para fomentar la demanda de crédito, por una publicidad que no deja de ser reflejo de una España que no parece tener visos de desaparecer: el del emprendedor que decide poner un bar o un pequeño restaurante, aunque este país ostente el record europeo de establecimientos de este tipo, olvidando de que en España hay censados más de 350.000 establecimientos de hostelería, lo que dividido por los 47,2 millones de habitantes del país, arroja una media de un bar por cada 132 personas. Que lo que sobran aquí son bares aunque a Coca-Cola le gustaría que hubieras muchos más.

Una vez más, el paradigma del bar se convierte en el factor recurrente utilizado para visualizar la economía española y su potencial de crecimiento.

Hace algún tiempo, el sustituto de Anthony Guidens al frente de la London School of Economics, Howard Davies, se quedaba tan ancho afirmando que “la crisis va a afectar tanto a España que su solución pasa por volver a ser un país agrícola”. Con independencia de lo que diga Davies, que como buen británico mira hacia el sur con un cierto grado de estrabismo, la economía española ha experimentado un extraordinario crecimiento desde mediados de los 90. Un crecimiento basado en un modelo económico que ha llegado a su fin o, al menos, debería haber llegado a él, coincidiendo y causando a la vez una crisis de proporciones descomunales.

Hoy, felizmente la crisis parece que tiende a amainar aunque los problemas de la economía española siguen ahí. Y el del desempleo es posiblemente el mayor entre ellos, hasta el extremo de que existe un cierto consenso en afirmar que el final –a ese nivel de paro– se presenta largo en el tiempo.

¿Qué hacemos, pues, a partir de ahora?

Resulta un lugar común para observadores y analistas de la economía española que nuestro país requiere con urgencia una política industrial. Que ayude a convertir el conocimiento generado a través de la política de ciencia y tecnología, en nuevos productos, procesos, servicios, modelos de negocio.

España, en esa asignatura, ha obtenido un suspenso bajo y debería lograr aprobar cuanto antes. Además, hay mucho margen de mejora en el proceso de transferencia de la universidad a la industria, que es otra de las asignaturas suspendidas que requiere una tarea ingente. La reforma de la Universidad.

Frente a los que predican que al finalizar la actual crisis habrá más de lo mismo. O sea, más ladrillo, más especulación, más empleo no cualificado, sin importarles que en este país no cabe más cemento ni menos desarrollo. España se enfrenta a la imprescindible necesidad de definir un nuevo modelo económico que debe considerar el desarrollo, la competitividad y la utilización permanente del conocimiento como elementos fundamentales en la generación de valor de nuestra economía, inmersa en unos mercados que se suponen permanecerán globalizados como hasta ahora.

La experiencia de nuestro entorno pone de manifiesto que mejoras sostenidas de la productividad y la solidez de las economías son consecuencias de la transmisión y la utilización del conocimiento.

Los rankings mundiales de competitividad reflejan que los primeros puestos están copados por países que han sabido hacer del avance tecnológico y la innovación, los motores de su competitividad y de su crecimiento económico.

España, por contra, ha sufrido una pérdida de posiciones en esas clasificaciones, precisamente por el nivel de obsolescencia de un patrón de crecimiento alejado de las premisas de la economía del conocimiento. Por ello, debería enfrentarse con urgencia a decisiones con un marcado carácter estratégico, puesto que se trata de determinar dónde queremos estar dentro de dos o tres décadas, además de qué debemos hacer y cómo hemos de actuar. Y eso solo se consigue con planes de acción efectivos.

La estrategia más apropiada, según un estudio elaborado hace tiempo por el Círculo de Empresarios, es la que centra sus esfuerzos en aquellas áreas y sectores relacionados con la economía del conocimiento que, los que tienen alta capacidad de tracción sobre otros sectores en el tránsito hacia este modelo de economía o los que presentan ventajas competitivas más claras para nuestro país.

Del análisis comparativo de la economía española frente a otras economías más competitivas se desprende la existencia de tres áreas sobre las que centrar el máximo esfuerzo.

La primera, el sistema educativo y de formación, sobre cuyas deficiencias debería existir un absoluto consenso y entre las que sobresale la desconexión existente frente a las necesidades de un entorno económico y social en constante transformación.

En segundo término, la economía del conocimiento se apoya en la existencia de mercados tecnológicos competitivos y favorables a la innovación, orientados a la creación de valor y de bienestar. Y ello puede conseguirse sin necesidad de abarcar toda la cadena de valor, sino mediante pequeños agentes con capacidades competitivas en determinados eslabones de la cadena.

Por último, las infraestructuras. No sólo las compuestas de asfalto y hormigón armado. Las nuevas tecnologías, incluyendo las tecnologías de la información y la comunicación, son piezas insustituibles que incorporan y generan conocimiento en los procesos de creación de valor, siempre que comporte la participación coordinada de distintos agentes que van desde las universidades a centros de investigación, pasando por científicos, empresas, emprendedores, etc.

Y todo ello, en un marco como el actual en el que todavía existen más rigideces de las deseables –en el mercado laboral y en otros mercados clave para la innovación– que dificultan, incluso impiden, la evolución hacia un patrón productivo más moderno.

Obvio decir que todo este proceso pasa ineludiblemente por la implicación de toda la sociedad acerca de la importancia de la educación en todas sus fases. Pero también por la formación continua como elemento básico para conseguir una economía más competitiva, mayor cohesión social y más igualdad de oportunidades.

De igual manera, parece lógico plantear la necesidad de desarrollar un marco fiscal adecuado e incentivador, así como mejorar la financiación dedicada a la investigación y a la innovación, tanto privada como pública.

El día a día –hacia donde destinamos todas nuestras capacidades y esfuerzos– amenaza con sumir a la sociedad española en una profunda depresión o melancolía que nos impida encarar los auténticos retos de futuro para los que se requieren consensos y liderazgos. Alguien tendría que asumir la necesidad del proceso porque perder el tren en estas circunstancias no es nada difícil y España está en ese andén.

Hace unos años, la presidenta de Microsoft España, María Garaña, señalaba en una intervención pública y en tono un tanto imperativo que era hora de aterrizar y dejarnos de teorías sobre el nuevo modelo económico; que era hora de determinar sectores concretos susceptibles de incorporar de forma inmediata procesos innovadores. Sectores que demandaran innovación que se pudiera crear específicamente para ellos.

Hasta ahora, gobiernos españoles han demostrado cómo se puede dar la vuelta a una economía utilizando el BOE. Y ahí están el sector inmobiliario y el de las energías renovables para demostrarlo. Aunque, en ambos casos, las experiencias hayan resultado tan caras como traumáticas.

Pese a ello, siempre queda tiempo y esperanza para esperar que alguien se atreva a modificar el rumbo de un modelo que en algún aspecto ha demostrado que está acabado.