Por qué ya no tenemos hijos (II): el mapa real del desplome
La humanidad, por ahora, no ha descubierto cómo vivir bien y sostenerse demográficamente al mismo tiempo
La foto es tan clara como inquietante. Casi no existen países con alta fecundidad y un PIB per cápita superior a los 10.000 dólares (ajustados por poder adquisitivo), ni países con baja fecundidad por debajo de los 5.000 (Our World in Data, 2025). Traducido a términos cotidianos: diez mil dólares al año son menos de treinta al día. La humanidad, por ahora, no ha descubierto cómo vivir bien y sostenerse demográficamente al mismo tiempo.
España lo ejemplifica con una nitidez urbana difícil de ignorar. Ninguna de sus grandes ciudades se reproduce a sí misma. Murcia, la mejor parada, apenas alcanza los 1,3 hijos por mujer en edad fértil; Las Palmas, la peor, se hunde hasta 0,82, niveles propios de Corea del Sur. Barcelona se queda en 0,93 (INE, 2023). Son cifras que dibujan un país donde la modernidad, la vivienda cara, los horarios eternos y la precariedad han vuelto la maternidad —y la paternidad— en una empresa improbable. El deseo de tener hijos no desaparece; simplemente se aplaza… y muchas veces ya no llega.
Un estudio reciente del demógrafo Stephen J. Shaw (2025) propone una lente que permite entender el fenómeno con más precisión. En lugar de fijarse solo en la tasa global de fecundidad, Shaw distingue dos piezas: cuántas mujeres llegan a ser madres y cuántos hijos tienen las que sí lo son. Lo relevante es que ambos factores se mueven de forma bastante independiente. Y en casi todo el mundo desarrollado, la caída de la natalidad reciente no se debe tanto a que las familias reduzcan su tamaño, sino a que cada vez más mujeres nunca inician la maternidad.
España, junto a Corea, Japón o Italia, encarna esa tendencia: muchas mujeres quieren ser madres, pero la decisión se aplaza hasta que las condiciones —económicas, laborales o sentimentales— parezcan propicias. A menudo, ese momento no llega. Estados Unidos, en cambio, ha resistido mejor durante años porque, aunque también ha visto caer el número de mujeres que se convierten en madres, aquellas que lo hacen tienden a tener familias algo más grandes. La diferencia no es cultural únicamente: demuestra que no es lo mismo ayudar a que más gente dé el primer paso que facilitar el segundo o el tercero. Son políticas distintas, con lógicas distintas y, sobre todo, con tiempos distintos.
Pensar que todo se soluciona con dinero es tentador, pero insuficiente. Los programas de apoyo familiar en Europa apenas cubren entre un dos y un seis por ciento del coste real de criar a un hijo (OCDE, 2024). En un contexto de alquileres imposibles, guarderías prohibitivas y carreras profesionales que castigan cualquier pausa, los cheques puntuales apenas mueven la aguja. El reloj biológico, en cambio, sí la mueve: cada año de retraso reduce la ventana fértil y multiplica la posibilidad de que el primer hijo nunca llegue.
Los programas de apoyo familiar en Europa apenas cubren entre un dos y un seis por ciento del coste real de criar a un hijo
Si aceptamos este diagnóstico, España necesita una estrategia doble. Primero, hacer posible la entrada en la maternidad y la paternidad: vivienda asequible vinculada a etapas vitales, estabilidad laboral temprana con derechos transferibles, horarios previsibles y acceso real a tratamientos de fertilidad. Son medidas estructurales, no ideológicas, y atacan el corazón del problema: el vértigo de dar el primer paso. Segundo, ayudar a quienes ya son padres a tener el segundo o el tercero. Para eso funcionan las prestaciones universales por hijo, los permisos parentales largos y bien pagados, las escuelas infantiles públicas desde los cero años y un sistema fiscal que no castigue el trabajo parcial o flexible durante los años de crianza.
Un país que quiera tomarse en serio su futuro debería empezar a medir estos dos indicadores por separado. Igual que se publica el paro o la inflación, convendría tener un tablero anual que muestre cuántas personas llegan a ser madres o padres y cuántos hijos tienen quienes ya lo son. Así sabríamos dónde falta “entrada” a la maternidad —probablemente en las grandes ciudades— y dónde faltan segundos hijos —quizás en zonas con más estabilidad, pero menos apoyos públicos—. No es lo mismo el desafío de Murcia, con 1,3 hijos por mujer, que el de Las Palmas, con 0,82. Y sin embargo, ambas reciben políticas idénticas.
El gráfico global nos deja una enseñanza tan incómoda como cierta: cuando un país alcanza cierto nivel de vida, en torno a los 10.000 dólares por persona, la fecundidad tiende a desplomarse (Our World in Data, 2025). No es destino biológico, sino diseño institucional. Vivir bien y criar no deberían ser metas incompatibles. Pero lo son, porque hemos construido sociedades que premian la productividad, la movilidad y la independencia individual mucho más que el tiempo compartido o la continuidad generacional.
La buena noticia es que ahora sabemos dónde mirar. Entender que la crisis de natalidad se divide en dos mitades —quién entra en la maternidad y cuántos hijos tiene quien ya lo hizo— nos ofrece un mapa para actuar con precisión. Si queremos seguir siendo un país dinámico, con ciudades vivas y sistemas del bienestar sostenibles, hay que hacer posible el primer hijo y practicable el segundo. No basta con discursos ni con bonos simbólicos: hace falta una logística vital más humana. Porque el verdadero lujo de las sociedades ricas, quizá, sea poder seguir existiendo.
Puedes leer la primera parte de esta serie aquí.