¿Por qué ya no tenemos hijos?
El diagnóstico es claro: no es que las familias no puedan tener más hijos, es que no quieren
La caída de la natalidad se ha convertido en una de las grandes paradojas del siglo XXI. A pesar de contar con más recursos, más derechos y más políticas públicas que nunca, las sociedades avanzadas tienen cada vez menos hijos. Los gobiernos llevan años desplegando todo tipo de incentivos —cheques bebé, bajas parentales más largas, plazas de guardería subvencionadas— con resultados, en el mejor de los casos, marginales. La pregunta es inevitable: ¿por qué no están funcionando las políticas natalistas?
La fecundidad de Alemania es de sólo 1,35 nacimientos por mujer en edad fértil, menos de dos terceras partes de la de reemplazo, mientras que la de Japón es de sólo 1,15 y la de España, de apenas 1,16. En España hubo, en 2023, 135.250 más muertes que nacimientos.
Un reciente estudio de Melissa Schettini Kearney y Phillip B. Levine aporta una respuesta incómoda pero reveladora. Bajo el título “¿Por qué la fertilidad es tan baja en los países de altos ingresos?”, el trabajo desmonta algunas de las explicaciones más habituales sobre el desplome demográfico.
El diagnóstico es claro: no es que las familias no puedan tener más hijos, es que no quieren. O, al menos, no lo suficiente como para hacerlo. Y detrás de ese cambio en las preferencias hay una transformación profunda en la forma en que concebimos la maternidad y la paternidad.
Encuestas como la General Social Survey (GSS) muestran que el número ideal de hijos ha disminuido desde mediados del siglo XX. En 2007, un 15% de las mujeres estadounidenses de entre 20 y 24 años decían no querer ningún hijo. En 2019, esa cifra alcanzó al 24% en el mismo grupo de edad.
En EE. UU., los estados con mejor acceso a guarderías o con políticas laborales más favorables para padres y madres no presentan sistemáticamente tasas de fertilidad más altas. Además, la caída en la fertilidad es más pronunciada entre mujeres con estudios universitarios, a pesar de tener mayores ingresos. Por ejemplo, entre 2007 y 2019, la fertilidad de mujeres con estudios universitarios cayó de 1,76 a 1,32 hijos por mujer. En comparación, la fertilidad de mujeres sin título universitario cayó de 2,59 a 2,08.
Nuevas prioridades vitales
Por otro lado, la prolongación de los estudios terciarios está estrechamente relacionada con la caída de la fecundidad, especialmente entre mujeres jóvenes. A medida que más personas acceden a niveles educativos superiores, invierten más tiempo en la acumulación de capital humano, lo que retrasa su ingreso al mercado laboral y, por tanto, también la formación de familias. La inflación de títulos, que obliga a los jóvenes a seguir estudiando para destacar, alarga aún más el período de dependencia económica. Este retraso en la emancipación y la consolidación profesional postergan las decisiones reproductivas, reduciendo no solo la edad del primer hijo, sino también el número total de hijos a lo largo de la vida.
Pero el cambio de preferencias está influido por nuevas prioridades vitales a un nivel más amplio: educación, carrera profesional, libertad personal, estilo de vida, etc. También se observa un mayor coste de oportunidad de tener hijos, especialmente entre mujeres con estudios superiores y mayores ingresos.
Aquí resulta especialmente útil la teoría del economista Matthias Doepke. Según su hipótesis, a medida que aumentan los ingresos y el nivel educativo de una sociedad, emergen nuevas normas sociales sobre cómo deben criarse los hijos. Es lo que llaman “crianza intensiva”: un modelo que no se limita a cubrir las necesidades del niño, sino que exige una dedicación constante y una inversión emocional, educativa y económica importante.
A medida que aumentan los ingresos y el capital humano, también lo hacen las expectativas sociales sobre la crianza, lo que incrementa el coste de oportunidad de tener hijos. La consecuencia es una subida drástica —aunque invisible— del coste de tener hijos.
La clave está en cambiar el chip y ver la crianza como algo que puede ser placentero, manejable y compatible con una vida plena.
La paradoja es evidente: cuanto más rico es un país, más caro se vuelve tener hijos. La prosperidad no libera a las familias, sino que eleva las expectativas sobre ellas. La presión por ofrecer a los hijos una infancia estimulante, una educación impecable y una trayectoria brillante hacia la adultez se ha convertido en una carga que muchos no quieren asumir. El significado de tener un hijo ha cambiado por completo en el imaginario colectivo de las clases medias.
Por eso, las políticas públicas han fracasado. Porque siguen ancladas en una lógica que ya no responde al problema actual. Reducir el coste de la guardería o ampliar la baja por maternidad puede aliviar, pero no elimina la raíz del conflicto: la ansiedad que genera la crianza en las sociedades modernas. El ideal del “buen padre” o la “buena madre” se ha sofisticado hasta el extremo, convirtiéndose en una expectativa inalcanzable que disuade a muchos de formar una familia.
El debate, por tanto, no es solo económico. Es profundamente cultural. Si queremos frenar el invierno demográfico, quizá haya que empezar por cuestionar nuestras propias normas sociales. ¿Es posible imaginar una crianza menos intensa, menos perfeccionista, menos competitiva? Esta es la idea del libro “Razones egoístas para tener más hijos” del economista Bryan Caplan. Caplan desmonta el mito del padre “helicóptero” y propone un enfoque más relajado.
La clave está en cambiar el chip y ver la crianza como algo que puede ser placentero, manejable y compatible con una vida plena. Esto tiene implicaciones profundas: si tener más hijos no significa necesariamente más estrés ni menos bienestar, entonces también podría ser una fuente adicional de alegría, propósito y hasta sentido de trascendencia en nuestras vidas. Su mensaje, aunque contracultural, es claro: tener hijos no solo es bueno para ellos o para la sociedad, también puede serlo para uno mismo.
Quizás el reto no está tanto en gastar más, sino en exigir menos. Repensar la crianza no como un proyecto de inversión y compromiso total, sino como una experiencia humana imperfecta pero trascendente. Tal vez así, las familias vuelvan a querer tener más hijos.