Un espectáculo colauesco 

Colau y los suyos han convertido el sufrimiento del pueblo palestino en la escenografía perfecta para demostrar a su público lo buenas personas que son

Ada Colau entra en campaña. En realidad, nunca se fue. Dejó el ayuntamiento de Barcelona, sí, pero únicamente para preparar su próxima candidatura. Y ahora, con la teatralidad que la caracteriza, acaba de celebrar su acto de presentación: una gigantesca demostración de lo que los anglosajones definen como virtue signaling, esa gesticulación sobreactuada cuyo único propósito es tratar de acreditar una supuesta superioridad moral. Estamos ante la versión más premium del postureo político, la de una flotilla que partió —varias veces— desde el puerto de Barcelona con rumbo a la fama… perdón, con rumbo a Gaza. 

La operación comunicativa estaba cuidada al milímetro: planos cinematográficos, grupos de música, famosillos de alfombra (políticamente) roja. Una grandiosa épica tuitera. Colau y los suyos han convertido el sufrimiento del pueblo palestino en la escenografía perfecta para demostrar a su público lo buenas personas que son, lo mucho que se indignan frente a una de las innumerables injusticias del planeta. Sin embargo, sus vídeos en redes sociales dejan escapar la realidad: una frivolidad y un disfrute más propio de un placentero crucero por el Mediterráneo que de una “peligrosa misión en defensa de los Derechos Humanos”. Bailes, carcajadas y gestos cómplices que desnudan la performance. 

«Ha sido difícil pasar dos noches en Menorca», se lamentaba Colau, mientras el cinismo de su propia sonrisa la traicionaba. La empatía real con el sufrimiento de los niños palestinos se diluye cuando lo que emerge es la impostura publicitaria. Todo está diseñado para generar imagen y notoriedad desde el minuto uno. Se zarpa de la capital catalana al ritmo de conciertos y proclamas, con la certeza de que ese mismo día no se llegará ni a la vecina Badalona. Resultado: un espectáculo mediático que, lejos de impulsar una causa justa, la pervierte.  

Nadie allí se acuerda de los rehenes israelíes en manos de Hamas, pero tampoco parece que las necesidades de los palestinos vayan por delante de los egos de estos políticos. Virtue signaling, decíamos. Falso moralismo. A Colau y a su flotilla lo que les importa no es la eficacia de la acción, ni su impacto real en Palestina, sino la narrativa que se construye alrededor de ella. El objetivo no es aliviar el dolor ajeno, sino blindar la conciencia propia… y conquistar titulares y likes.  

Puro escaparate

Cierto es que la política de los gestos no entiende de ideologías. No es exclusiva de la extrema izquierda, ya que, lamentablemente, el narcisismo frívolo está bastante extendido en estos tiempos. No obstante, estamos ahora ante el epítome de una política que nada construye. Es puro escaparate: muchos selfies y pocas soluciones. Y lo peor: la ayuda nunca llega a la población civil palestina. Algo me dice que tal vez nunca fue ese el auténtico propósito de estos activistas de Instagram. 

Llegados a este punto, la pregunta es inevitable y nos la dejó formulada, con su genial ironía, el gran Josep Pla al contemplar los rascacielos de Nueva York: “I tot això, qui ho paga?”. Y es que el espectáculo colauesco no es barato. No es un acto menor de campaña. Y supongo que nadie creerá que la financiación haya salido del bolsillo de los navegantes. ¿De dónde salen entonces los fondos? 

¿Están despilfarrando dinero público? Sabemos que el alcalde Jaume Collboni sigue financiando el entramado de los comunes con el dinero de todos los barceloneses. ¿O los millones provienen de alguna generosa mano extranjera? ¿Estamos, pues, ante otra operación de injerencia en nuestra política nacional? La política del postureo puede ser frívola, pero, en este caso, no es barata. Tiene un precio, y quizá no solo sea económico. Así, vista la magnitud del dispendio, se hace necesaria la transparencia. I tot això qui ho paga? La respuesta al interrogante puede que sea mucho más incómoda de lo que parece.   

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