¿Por qué TVE te insulta?
Detrás de ellos se advierte una clara estrategia política: la polarización como método para conservar el poder
La reciente polémica suscitada en TVE tras las declaraciones de una activista progubernamental, que tachó de “idiotas” a los votantes de la oposición democrática, constituye otro preocupante síntoma de la prostitución del lenguaje público en España. La gravedad de este episodio no radica únicamente en el exabrupto, sino en el hecho de que fue difundido desde la televisión pública, una institución sufragada por todos los ciudadanos, que parece haberse transformado en toda una máquina de propaganda hostil hacia una parte significativa de la sociedad.
No se trata de una mera anécdota ni de una puntual desconexión mental. No se han producido disculpas ni rectificaciones. Es, por tanto, necesario analizar las causas subyacentes de esta deleznable retórica para no dejarse arrastrar por la espiral de vulgaridad y odio que amenaza con erosionar la convivencia. En el fondo, aquí confluyen toda una serie de incentivos personales y, sobre todo, un proyecto político que persigue la polarización social como última garantía para mantenerse en la poltrona.
En primer lugar, la tentación de injuriar obedece en buena medida a perversas motivaciones individuales. El narcisismo, el ansia de notoriedad, promueve la exageración, la mentira y el conflicto como atajos para captar atención. El falso victimismo también entra en este juego. Ellos pueden insultar impunemente, pero nunca pueden ser criticados, ya que están ungidos por la superioridad moral de la izquierda. Se trata, en definitiva, de personajes, cada vez más habituales en medios y tertulias, faltos de escrúpulos y dispuestos a cruzar los límites del respeto para obtener un efímero minuto de gloria.
Así, TVE, con sus últimos fichajes, ya se diferencia poco de esas redes sociales en las que el exabrupto se propaga más rápido que el argumento y que potencian la sed de notoriedad de individuos emocional e intelectualmente inseguros, incapaces de entender que la viralidad casi siempre se paga con la pérdida de reputación. Sí, puede que cosechen momentáneamente cierta popularidad, pero renuncian a cualquier forma de prestigio duradero.
Así, TVE, con sus últimos fichajes, ya se diferencia poco de esas redes sociales en las que el exabrupto se propaga más rápido que el argumento
Sin embargo, sería ingenuo reducir estos episodios a simples mezquindades personales. Detrás de ellos se advierte una clara estrategia política: la polarización como método para conservar el poder. Cuando la televisión pública abre sus puertas a este tipo de intervenciones, lo que realmente hace es colaborar en la división deliberada de España en dos mitades enfrentadas. De esta manera, TVE se ha convertido en la argamasa que mantiene en pie el muro sanchista. Como en la TV3 del tardo-procés, su misión ya no es informar, ni siquiera seducir, sino radicalizar y mantener prietas las filas.
Al sanchismo agónico no le preocupa el desprecio de más de media España mientras conserve el aprecio (y los votos) de Arnaldo Otegi y compañía. Así pues, el insulto público no es una torpeza accidental, sino parte esencial de la hoja de ruta gubernamental: la consigna es levantar trincheras, excitar a los propios y demonizar al adversario. TVE se convierte, de este modo, en un instrumento para erosionar el debate y fomentar la división social.
Hoy lo volveremos a comprobar. El presidente más neroniano que haya conocido una democracia europea en el siglo XXI será agasajado con preguntas complacientes en TVE. Será otro insulto a los españoles. De este modo, Pedro Sánchez regresa de unas extensas, pagadas e inmerecidas vacaciones no para gobernar, sino para acelerar la discordia. Cooperadores no le faltarán. Estemos, pues, preparados para una rentrée caliente.
Si aún les queda tiempo para una última lectura veraniega, lean el ensayo Sin palabras (Debate, 2017), de Mark Thompson. Es un buen antídoto para el veneno sanchista, ya que nos recuerda que el lenguaje nunca es neutral y que la corrupción del discurso público deteriora las virtudes cívicas imprescindibles para la convivencia. La fama de los agitadores será fugaz, pero el daño a la democracia será duradero.