El mito de la comunidad internacional

Mientras crecen las apelaciones para ayudar a refugiados afganos entre un clima de escepticismo, el mundo ignora dramas incluso peores como el de Etiopía en la región de Tigray

El súbito colapso del gobierno Potemkin que fingía regir los destinos de Afganistán es una nueva llamada de atención acerca del peligro de tomarse demasiado en serio entelequias como la ley internacional o la comunidad de naciones. Excepción hecha de algunos papanatas marginales como nuestros propios gobernantes, que siguen concibiendo la Unión Europea como una mezcla de El Dorado y la Ínsula de Barataria, todos los países ponen sus propios intereses por encima de otras consideraciones. Exactamente igual que en los tiempos de Lord Palmerston.

La realidad es que por mucho que el atroz sino que espera a las mujeres en Afganistán ocupe telediarios y portadas, la presencia occidental en el agreste país nunca estuvo motivada por razones humanitarias, y que a la hora de la verdad, ningún Estado está dispuesto a poner los muertos que hacen falta para desfacer entuertos urbi et orbi. El caso afgano, una serpiente de verano cuyos huevos llevaban años incubándose, no es ni de lejos, y a día hoy, el caso más dramático de desastre humanitario del que ese mito llamado comunidad internacional se desentiende.

Pongamos por caso Etiopía, donde desde el estallido de las hostilidades en el en el norte del país, la escasa presencia de ONGs y periodistas sobre el terreno ha tenido como consecuencia que un manto de silencio cubra la crisis alimentaria que se cierne sobre Tigray, y que ha provocado el desplazamiento de unos dos millones de personas. De acuerdo con los testimonios que logran filtrarse a través del dique de contención informativa, las personas de edad que padecieron la hambruna de los años 80 piensan que esta vez es incluso peor, con tasas de desnutrición infantil que afectan en torno a la mitad de los niños menores de cinco años.

Según los datos de la ONU, cerca de cinco millones de personas, unos dos tercios de la población de Tigray necesitan ayuda humanitaria inmediata, pero la Cruz Roja a duras penas puede llegar al diez por ciento de las víctimas de la hambruna, debido al puño de hierro con el que el gobierno de Addis Abeba controla los desplazamientos en la zona devastada hasta un grado inimaginable en el primer mundo actual.

Esto se explica por la complejidad del conflicto que estalló la noche del 3 de noviembre del año pasado, que ha arrastrado a cuatro partes beligerantes: el Gobierno Federal de Etiopía; su socio de coalición, el gobierno de Eritrea; el gobierno regional de Amhara, que comparte frontera administrativa con Tigray; y el Frente de Liberación Popular de Tigray, que tenía el control territorial hasta que comenzó la guerra. El precursor de la guerra fue el desafío de Tigray al gobierno de Addis Abeba al seguir adelante con las elecciones regionales, que se habían retrasado en medio de la pandemia.

Addis Abeba respondió detrayendo la financiación de la región rebelde, y no tardaron en producirse las primeras acciones violentas, llevadas a cabo por las milicias de Tigray contra un número de bases del ejército del gobierno federal en la región, que a su vez dio lugar, en cuestión de horas, a un contraataque a gran escala contra Tigray. Esta ofensiva desembocó prontamente en una situación caótica, a la que la presencia del ejército de Eritrea en el teatro de operaciones añadió complejidad, interrumpiendo las cosechas en Tigray y haciendo impracticables las vías de transporte de suministros alimentarios, lo que a su vez provocó un efecto domino en el conjunto de la economía regional.

En paralelo, el aparato de comunicación etíope inició una campaña de deshumanización de los tigrayanos, en la línea de las que en su día llevaron a cabo hutus y serbios en sus respectivas guerras de limpieza étnica. Este es el trasfondo sobre el que los soldados etíopes y eritreos han saqueado tiendas, granjas, fábricas y domicilios, arrasando cosechas y aniquilando ganado y animales de tiro. Como parte de esta política de tierra quemada, han destruido la infraestructura hidráulica y contaminado acuíferos, lo que a su vez ha dejado inoperantes centros de salud y hospitales, aumentando el padecimiento y la precariedad alimenticia de los cientos de miles de tigrayanos de las tierras altas que se desplazan para hacer trabajos estacionales en las granjas ahora destruidas.

El aparato de comunicación etíope inició una campaña de deshumanización de los tigrayanos, en la línea de las que en su día llevaron a cabo hutus y serbios en sus respectivas guerras de limpieza étnica

Las informaciones que han trascendido de lo ocurrido en las zonas que rodean a Aksum señalan el asesinato en masa de cientos de miles de personas y violaciones grupales, víctimas que no tienen a donde ir ni pueden denunciar lo que no puede sino entenderse como una violación del artículo 8 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional que estipula que la hambruna intencional es un crimen de guerra.

El desamparo de los tigrayanos se ve exacerbado por haber sido dejados a su suerte por los lideres del Frente de Liberación Popular de Tigray, cuyo espectacular error de cálculo arrastró a la población al conflicto, y que ahora se refugian en las remotas zonas montañosas, desde donde lanzan soflamas ideológicas cada vez más alejadas de la realidad.

Así las cosas, la única probabilidad razonable de cambiar la situación pasa por que la Unión Africana avale la aplicación por parte de la ONU del principio de ‘Responsabilidad de Proteger’ que en 2005 suscribieron todos los estados miembros a fin de prevenir, y en su caso responder, situaciones en las que ocurren genocidios, crímenes de guerra, y limpiezas étnicas, además de la responsabilidad de reconstruir las sociedades devastadas escenarios como el que se da en Tigray.

El futuro de la paz en la región depende de que la comunidad internacional utilice unas herramientas legales que parecen haber sido diseñadas precisamente para Tigray. Pero la mítica comunidad internacional, notoriamente la europea, sigue siendo particularmente selectiva a la hora de indignarse y mostrar compasión. No digamos ya de hacer algo más que manifestar una gran inquietud y grave preocupación.