El niño muerto y la Europa fracasada

«¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?«, se preguntaba el ahora devaluado Mario Vargas Llosa en el memorable inicio de su mejor novela, Conversación en la Catedral. ¿Cuándo se jodió Europa? puede preguntarse uno hoy a la vista del reiterado y penoso fracaso de la Unión en su respuesta a los retos que la historia pone en su camino.

Nacida de las cenizas de una guerra terrible, inspirada por los más elevados sentimientos de solidaridad, libertad y justicia, los padres fundadores (ninguna madre fundadora ha sido recogida en los anales) dieron forma a un ideal europeo al que se fueron agregando los instrumentos institucionales y políticos necesarios para crear un mercado que permitiera competir con los gigantes económicos de ultramar.

Pero, irónicamente, cada ampliación de la Comunidad –luego Unión Europea— y cada intento de acrecentar la unión política ha diluido la integración real en favor de un nacionalismo de facto que, cuando las cosas se ponen feas, muestra sus aristas más duras.

Europa –no importa ahora señalar países concretos— lleva lustros instalada en sucesivos bucles de inacción. Los gobiernos nacionales, supuestamente atentos al sentir de sus ciudadanos, eligen siempre ante las crisis internacionales –Balcanes, Kosovo, Oriente Medio, islamismo radical, refugiados— el camino menos duro, menos decisivo, menos contundente. Y si la situación requiere el despliegue de poder militar, delegamos la opción de la fuerza en la US Navy y los Marines, escudados tras la coartada de la OTAN y el multilateralismo.

Lo malo de las crisis es que son como los herpes: recidivan. Los horrores perpetrados por los tiranos de la orilla sur de nuestro mar –o por los alienados que pretenden resetear el mundo con el fuego y la espada— solo se pueden tratar con medidas de apaciguamiento durante un tiempo limitado.

Eso lo descubrieron los británicos con Mr. Chamberlain tras su visita a Herr Hitler en 1938 («Peace for our time«), aunque ahora, con el voluble David Cameron, parecen haberlo olvidado. También lo olvidaron la Unión y las Naciones Unidas al inició de la guerra civil en Siria al permitir que Bachar el Assad resistiera, arreciara su represión y fomentara ese nuevo milenarismo islámico llamado ISIS.

Esas feas realidades provocan hoy los enjambres —el desafortunado término «swarm» que tan freudianamente se le escapó a Cameron— que llegan con su carga de costes económicos, políticos y humanos. Y con unas exigencias morales que solo se pueden ignorar desde una impasibilidad radicalmente opuesta a los valores de las sociedades democráticas.

Hasta hace unos días Europa seguía en su línea habitual: discutiendo, regateando a la baja, cada vez con menos pudor, unas cuotas por aquí, unas ayudas por allí. Ha tenido que ser la foto del pobre niño Aylan Kurdi, la imagen del inocente, inerte en la orilla misma de la tierra de salvación, la que remueva las conciencias. La que nos haga renunciar, aunque sea momentáneamente, a nuestro sacrosanto derecho a no ser molestados. ¿Durará suficiente el espanto y la vergüenza para forzar a los gobiernos y a la UE a una acción efectiva?

De momento, la reacción ha sido intensa. Una moción popular que solicita al Gobierno británico que acepte a más refugiados sirios apenas alcanzaba 16.000 firmas el 1 de septiembre. Al día siguiente, pocas horas después la difusión de la fotografía, la e-petición superaba las 100,000 firmas, umbral que obliga al Ejecutivo a comparecer ante el Parlamento. El viernes, la cifra superaba los 360.000 firmantes, con cerca de 6.000 adhesiones cada hora.

Lo que es más debatible es si el poder se esa imagen logrará abrir los corredores humanitarios que propone Elena Valenciano, presidenta del subcomité de Derechos Humanos del Parlamento Europeo. Y si, sorprendentemente, se diera el caso, ¿mandaría Francia a sus paras, España a sus legionarios, Alemania a sus gebirgsjäger y el Reino Unido a los Royal Gurkha Rifles para proteger vigorosamente «con potencia de fuego abrumadora«, rezan los manuales tácticos— cualquier amenaza contra los civiles?

Lo razonable es dudarlo. Para eso haría falta una Europa unida, decidida, segura de sí misma y dirigida por hombres y mujeres de honor. Líderes que, al llegar a cada encrucijada de la historia –y ésta es una de ellas— sean capaces de inspirar a sus ciudadanos para transitar por el camino menos fácil. Que sacrifiquen lo más conveniente y cómodo en el corto plazo para abordar la raíz de los problemas. Porque, a la larga, lo difícil tiende a ser la decisión mejor y más segura. Y porque es el verdadero precio del ideal europeo del que tanto se habló y que nunca se ha materializado.

En ocasiones el lado oscuro del ser humano crea monstruos –individuos, situaciones, grupos— resistentes a la razón y al diálogo que sólo se pueden afrontar con otros medios. Europa no solo carece de la arquitectura política para desplegar esos otros medios. No tiene la voluntad para utilizarlos.

«Habla bajo pero lleva una maza muy grande«, aconsejaba Winston Churchill. La Europa oficial lleva décadas hablando en un tono razonable, pero la mesura resulta casi siempre inefectiva en situaciones como la siria si no se ejerce a la sombra de un cazabombardero; la maza churchilliana que la Unión nunca ha sabido blandir.

En su defecto, la decencia exige ahora generosidad. Y rapidez. Cientos de seres humanos mueren en nuestras orillas. Miles, decenas de miles, llegan desesperados, llenos de un horror que no se había vivido a tal escala desde la Segunda Guerra Mundial.

Individuos y colectivos concretos sí están a la altura. La Marina y la Guardia Costera italiana –al igual que otras fuerzas navales—llevan meses haciendo una tarea heroica, rescatando a diario a miles de personas, esfuerzo que sólo apreciamos en toda su dificultad quienes nos hacemos a la mar. ONGs y organizaciones civiles en países y ciudades se han movilizado para ayudar. En Alemania, miles de ciudadanos acuden a las estaciones de ferrocarril para recibircon ropa, juguetes y donaciones para los recién llegados, movidos quizá por su propia memoria histórica.

En contraste, el autócrata ultranacionalista Victor Orban muestra el rostro más desalmado, tratando con crueldad digna de progrom a los refugiados que entran en su país. Y Polonia, un histórico emisor de emigrantes económicos y refugiados políticos se resiste a abrir sus puertas, aceptando recibir apenas un centenar de familias… a poder ser cristianas.

No es el fracaso de Europa que menciona Elena Valenciano. Es, desgraciadamente, la Europa fracasada. Un bello ideal que –transponiendo en espacio y tiempo la pregunta que hacía el zambo Ambrosio a Santiago Zavala— probablemente se jodió el día que dejaron de liderarla las personas que vivieron la devastación y el sufrimiento de la guerra mundial y de los años que siguieron.

Para sus herederos –burócratas, administradores, ejecutivos de multinacional o políticos de carrera pendientes del ciclo electoral y de la reelección como fin último de la vida pública—Europa no es un ideal, es una maquinaria. Renqueante, vieja y cada vez menos útil.

Por no hablar de ideales.