El ocaso de los dioses (deeply concerned)

Desde el “te lo dije” de la clásica derecha aislacionista, hasta la feria antiimperialista de la extrema izquierda, las imágenes del Saigón 2021 han sido el regocijo de la profecía autocumplida

Sobre el papel, todos contentos. Ni hablemos del júbilo de los talibanes, los chinos o los iraníes.

También en su propio suelo, la retirada estadounidense de Afganistán ha traído un balón de oxígeno a espectros políticos, a priori confrontados entre sí y que parecían andar de capa caída tras la llegada de Biden.  Desde el “te lo dije” de la clásica derecha aislacionista, hasta la feria antiimperialista de la extrema izquierda, las imágenes del Saigón 2021 han sido el regocijo de la profecía autocumplida. 

Son muchos años ya los que llevamos oyendo hablar de “la caída del imperio americano”, tantos que parecía haber perdido todo sentido.  Pero es que incluso el presidente Biden, comandante en jefe de los Estados Unidos de América, se dirigió al país en términos del “extraordinario éxito” de la misión.   

Y, sin embargo, bajo las banderas a media asta en homenaje a los 13 ciudadanos estadounidenses caídos durante el atentado terrorista en Kabul, la percepción es bien distinta. Huele a fracaso y a fin de una era.  

En general, el debate ni siquiera gira en torno a si había que retirar o no las tropas de Afganistán. A ese respecto, tanto los argumentos a favor como en contra conviven cordialmente ante la indiferencia del ciudadano medio.

Afganistán: causas y consecuencias de un fracasoAfganistán: causas y consecuencias de un fracaso
Varios talibán sobre un vehículo patrullando las calles de Kabul/ Efe

El verdadero conflicto surge ante el cómo y, sobre todo, cuáles serán las consecuencias para un inmenso país, potencia mundial, en medio de un cambio de paradigma internacional y sumido en una profunda crisis identitaria, que probablemente sea clave para entender su decadencia. Y la occidental en general.     

Las guerras se ganan con voluntad de ganar y, con la retaguardia debilitada por relativismos posmodernos, hemos perdido las ganas de luchar. Una imagen perversa de nosotros mismos, alimentada por populismos y por élites intelectuales, nos han convencido de que no tenemos valores que exportar.

Todo suma.

Discutimos horas acerca de con qué pronombre, género o sexo queremos identificarnos, pero ni sabemos quiénes somos ni consideramos que nuestra igualdad, libertad y tolerancia tengan que enseñar a quienes ahorcan gays, someten a mujeres y persiguen minorías.  Estas últimas semanas, los análisis en los medios buscan respuestas y en función de su ideología sitúan el principio de esta debacle en Trump, o en Obama, en Irak, George Floyd, el 11-S, etc.

Todo suma. Pero más allá de errores y horrores puntuales, la sociedad estadounidense está exhausta de polarización, sus pilares están siendo arrasados por mensajes extremistas y su “intelligentzia” se encuentra desubicada.  

El expresidente de EEUU, Donald Trump, en noviembre de 2019. Foto: EFE/EPA/OC

Las patéticas imágenes de los simpatizantes de Donald Trump tomando el Capitolio vestidos de Village People no se pueden comprender sino como un síntoma más de un mal que ha ido desligando poco a poco a los ciudadanos de sus propias instituciones. Hace años que los discursos ideologizados han trascendido los mensajes políticos y han ocupado las universidades, los medios, las corporaciones…  

Al contrario que nuestros mayores, que sacrificaron sus vidas para construir un país mejor y conquistar libertades tanto adentro como afuera, somos una generación sin épica y con demasiado que perder. Queremos ser héroes, pero sólo luchamos guerras ya ganadas. 

Toma causas justas y las estira hasta convertirlas en parodia, desvirtuando con su extremismo la supuesta justicia social que dice defender.

Universidades tomadas por un discurso Marcussiano han convertidos nuestros jóvenes “fat and happy” en turbas emocionales y como las definió Anne Applebaum en The Atlantic, en “Nuevos puritanos”.   El narcisismo “woke” se erige en justiciero de la historia, se pretende tolerante y universal, pero es una cara más del pensamiento totalitario.

Toma causas justas y las estira hasta convertirlas en parodia, desvirtuando con su extremismo la supuesta justicia social que dice defender. Mientras escribo estas líneas, descubro en Twitter, campo de batalla de emociones a flor de piel, que existe un movimiento en contra del empleo de mayúsculas: “lowercase movement”. 

Una mujer muestra un mensaje que dice ‘#MeToo’. EFE

Una profesora de la Universidad canadiense de Mount Royal se ha unido para rechazar los símbolos de jerarquía «dondequiera que se encuentren» y sólo usará letras mayúsculas «para reconocer la lucha indígena por el reconocimiento”. Todo esto al amparo de una educación que debería precisamente ayudarnos a trascender lo sensible y adentrarnos en un mundo inteligible.   

El resultado es un país dinamitado en múltiples identidades victimistas que, aunque se dicen “interseccionales” terminan en guerras fratricidas. Paradigmático es el caso de profesor de derecho, Ronald Sullivan, primer decano negro de la historia de Harvard que tras anunciar que trabajaría como abogado defensor de Harvey Weinstein, acusado de abusos sexuales, fue víctima de una campaña de estudiantes indignados con él, y la universidad lo apartó de su puesto de decano (junto a su esposa).

No parecen importar los hechos, sino cómo los sientes. 

#MeeToo vs #BlackLivesMatter. Dos causas imprescindibles convertidas en hashtags vacíos y que se llevan por delante derechos básicos de todo ciudadano, como son la libertad de expresión o el derecho a una defensa.  

Y es que, con la crisis financiera, la descentralización de la política, con el auge de las nuevas tecnologías y con el desplome de nuestras certezas, hemos abandonado los avances racionales para saltar a un mundo emocional. No parecen importar los hechos, sino cómo los sientes. 

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. EFE

Biden mismo, según reportaba la agencia Reuters, poco antes de la caída de Kabul, urgía al entonces presidente Ghani a crear la «percepción» de que los talibanes no estaban ganando. Y en este sentido, los medios de comunicación han jugado, y juegan, un rol esencial. 

Sumidos en una crisis de credibilidad, en ocasiones ganada a pulso, nos ofrecen ahora una especie de “romantización” del movimiento Talibán. Las imágenes de guapos talibanes con su nuevo look radical chic, junto a la narrativa de su reciente moderación ocupan portadas y análisis en algunos de los medios más prestigiosos, que incluso nos hablan de «transición pacífica».  

Hasta el punto de sorprenderse, en el mejor estilo Claude Rains en Casablanca, al descubrir que el nuevo gobierno afgano no incluiría mujeres. 

Hasta el punto de sorprenderse, en el mejor estilo Claude Rains en Casablanca, al descubrir que el nuevo gobierno afgano no incluiría mujeres.   Perdido el poder de persuasión, con el descrédito de los aliados y ante la creciente sombra del gigante chino, queda ver si Estados Unidos y Europa son capaces de recuperar su brújula moral, sacudirse los discursos totalitarios de un signo u otro y reubicarse en el tablero internacional más allá del »deeply concerned».