El ocaso del ‘American Dream’ 

El 'trumpismo' se ha hecho fuerte gracias a una legión de descontentos a los que ha convencido de que el sistema y la globalización son la causa de su declive

La vida, como un código fuente, se ha hecho binaria. En una era que la brecha entre ganadores y quienes se sienten estafados y olvidados se ensancha día a día, la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas del martes provoca solo dos reacciones según a qué lado de la linde se esté: zozobra o regodeo.

En un contexto amplio, el resultado valida lo que parece un imparable tsunami populista que amenaza con arrasar el modelo demoliberal que ha gobernado las sociedades occidentales desde el final de la II Guerra Mundial.

Un socialista parisino o un ‘pe-dé’ milanés comparten hoy la desolación de los americanos urbanos, universitarios y ‘liberales’ y se preguntan si Trump es el indicador adelantado de la pronta llegada del Frente Nacional o el Movimiento Cinco Estrellas al poder en sus países. Marine le Pen y Beppe Grillo seguro que piensan lo mismo, pero con alborozo.

El ‘trumpismo’, como el fascismo que encumbró al Führer y al Duce, se ha hecho fuerte gracias a una legión de descontentos a los que ha convencido de que el sistema, los políticos encarnados en ‘crooked Hillary’ (la granuja Hillary), y la globalización son la causa de su declive. Trump no viste con ideología o propuestas su ‘Movimiento’. Le ha bastado con explotar emociones como el miedo, el abandono y el orgullo del hombre blanco.

El imaginario americano se erige sobre un panteón de arquetipos y valores que justifican su excepcionalismo: la sabiduría de los padres fundadores, el impulso de los pioneros, la responsabilidad individual, la ética resumida en las frases ‘hard work’ (trabajo duro) y ‘to do the right thing’ (hacer lo correcto). Y todo subrayado por el patriotismo expresado en el culto a la bandera y la veneración institucional –’In God We Trust’— a un dios que les bendijo por encima de las demás naciones de la tierra.

La degradación de esas certezas, el ocaso del ‘American Dream’, se ha traducido en un clamor para que alguien denunciara ese asalto. Y, sobre todo, para que prometiera acabar con su destrucción. Donald Trump, maestro de la demagogia, ha resultado ser ese hombre.

Según el contrato social de ese sueño, si se trabajaba duro en la granja, en la fábrica o en la oficina, uno saldría adelante: tendría dos coches, una buena casa y mandaría a sus hijos al ‘college’. Hoy, millones de firmantes languidecen entre fábricas cerradas y calles desiertas en el ‘rust belt’ (cinturón de óxido) mientras unos cuantos jovencitos ganan fortunas en Silicon Valley o Wall Street y la banca ejecuta hipotecas sobre casas y campos.

El varón, blanco, sin estudios universitarios y cabreado con un sistema hostil ha votado masivamente por Trump. Es el ‘Angry White Man’ que jamás ha visto un Whole Foods, que compra comida barata y se viste en Wal-Mart; que ni muerto se pondría al volante de un Toyota Prius y al que solo muerto se le podría despojar de su Colt Python .357. Ese charlatán de complexión anaranjada, pasado de kilos y de pelo imposible, grosero y hortera recibirá Y el próximo 20 de enero el trato de ‘Mr. President’.

Barack Obama llegó a Casa Blanca invocando la palabra ‘hope’ (esperanza) y elevó la autoestima de los estadounidenses después de la aventura ‘neocon’ de George W Bush. Sin solución de continuidad, la elegancia, dignidad y humor con que ha ejercido su cargo junto a su esposa Michelle, convertida en referente moral, será reemplazada por una figura que sería el opuesto exacto del primer presidente afroamericano en un universo paralelo.

En el fracaso de Hillary Clinton ha intervenido el mismo mecanismo que impidió predecir el Brexit o el ‘no’ de Colombia al acuerdo de paz con las FARC: los demócratas, complacientes, no hicieron las preguntas apropiadas. La potente maquinaria electoral del partido dio por seguro que conservaría sus feudos del norte industrial. No se molestaron en averiguar sobre el terreno cuánto habían cambiado los sentimientos se sus antiguos votantes en estos ocho años en los que la esperanza se transformado en frustración.

Y es que el miedo, el sentimiento de abandono y el orgullo herido del hombre blanco ha prevalecido sobre cualquier otro factor en estas elecciones. Sobre el insultante sexismo de ‘The Donald’; sobre su desprecio injurioso a los inmigrantes; sobre su cuestionable competencia empresarial y su negativa a revelar su historial fiscal; sobre su incultura institucional y su crasa ignorancia acerca de lo que pasa en el mundo.

El instinto primal ha alertado al hombre blanco de que ésta era la mejor oportunidad para colocar en la Casa Blanca a alguien que pueda protegerle del inexorable avance de la demografía. En 1960, el 85% de la población americana era blanca. Hoy, no llega al 62% y en 25 años –menos de una generación—llegara el ‘sorpasso’. A mediados de siglo, latinos, negros, asiáticos y otras etnias sumarán el 56% de la población. Los hispanos serán la minoría más numerosa con un 28% de una población estimada de 390 millones.

Ante esta amenaza existencial solo Trump ofrece una solución; poco importa que sea legal, económica o moralmente inviable: construir un muro, expulsar a los indocumentados, vetar la entrada de musulmanes (para frenar, de paso, el terrorismo)… Los más crédulos son los que más quieren creer. 

El Partido Republicano, abducido desde hace años por figuras que compiten en extremismo, sentó los cimientos que han permitido a Trump construir su discurso apocalíptico dirigido al  hombre blanco. La globalización es el origen de su infortunio. Es el NAFTA (Tratado Norteamericano de Libre Comercio) que se lleva los empleos a México; es China, que inunda su país de manufacturas contra las que no pueden competir; es esa gente de piel marrón u ojos rasgados dispuesta a trabajar más por menos…

Y, por debajo de una inestable coexistencia, son esos negros que siguen causando aprensión 153 años después de que Abraham Lincoln les liberara de sus cadenas. En lo más profundo, la sombra de la esclavitud y la segregación– los pecados mortales de la sociedad americana—pervive en forma de racismo de baja intensidad y de exclusión socioeconómica y educativa.

Como tantos otros sueños truncados, la esperanza de una América post-racial despertada por Barack Obama saltó por los aires el martes. Los próximos cuatro años –y probablemente más— comenzarán bajo el signo de la división: por el color de la piel, por ingresos, por educación, por niveles de salud y bienestar; por valores, expectativas y por creencias…

Nunca en el último siglo ha estado la nación tan partida en dos mitades. Y nunca –en un país en el que la institución está investida de un aura casi deífica— se ha elegido a un presidente menos cualificado para cerrar las heridas que los americanos se han asestado a si mismos azuzados por una indecente manipulación de sus prejuicios y su ignorancia.

La psique colectiva de Estados Unidos exige reafirmar regularmente que son ‘The Greatest Country in The World’ (el mejor país del mundo). Los próximos años mostrarán cómo piensa lograrlo Donald Trump, una figura que es la antítesis de presidentes como Franklin Delano Roosevelt, Dwight D. Eisenhower, John F Kennedy, Ronald Reagan o Barack Obama que, en el neto, han sido figuras claves para su país e influencias benéficas para el mundo.