El problema del turismo cultural

Barcelona tiene un patrimonio cultural muy atractivo, pero no ha conseguido convertirse en una ciudad de referencia en este sentido

Cuando viajamos a cualquier ciudad del mundo es habitual ir a un Museo, a un espectáculo musical o a una exposición temporal. Lo hacemos casi todos; no necesariamente impulsados por un profundo interés cultural sino por un hábito muy enraizado que nos obliga a gozar de ciertos fenómenos asociados a las grandes ciudades del mundo: Nueva York o Londres y los musicales, Paris y las exposiciones, Viena y la música clásica, etc.

Nos interesa poco quien los organiza, que valen, como se han producido y jamás nos preguntamos si estas actividades han sido objeto de debates internos que cuestionan su idoneidad. Valoramos si los teatros o los Museos  están llenos o vacíos, si costó mucho o poco comprar la entrada,  si el precio es razonable o desmesurado y obviamente al acabar lo juzgamos por criterios de coste beneficio que como en toda actividad cultural y artística incluye muchos elementos intangibles.

Muchos de los recuerdos que asociamos a estas grandes ciudades tienen que ver con el consumo cultural y aunque a veces no hayamos podido realizarlo por cuestiones técnicas (precio o aforos completos) la imagen de la ciudad quedará indefectiblemente unida a este imaginario.

Salvo algunas excepciones, Barcelona no ha conseguido convertirse en una ciudad de referencia para el consumo cultural

Barcelona tiene un patrimonio cultural muy atractivo pero estrictamente ligado a Gaudí y en alguna medida a Picasso o Miró. Estos iconos, conjuntamente con la  arquitectura del modernismo constituyen un fenómeno cultural apreciado por el turismo hasta el punto que las estadísticas indican una exagerada desproporción entre el consumo local y el foráneo. Por el contrario y con la excepción de festivales de música con programaciones globales como el Sónar o el Primavera Sound,  Barcelona no ha conseguido convertirse en una ciudad de referencia para el consumo cultural puntual en terrenos como la museística, las exposiciones o los espectáculos de producción propia.

Analizar las razones por las cuales una ciudad como Barcelona, con una cantidad tan grande de visitantes y con algunas referencias culturales tan exitosas como las anteriormente citadas, no haya conseguido convertirse en un lugar de referencia internacional por la producción propia de contenidos culturales debería ser objeto de estudio.

Disponemos de un mercado potencial que consume ávidamente ciertas propuestas, capacidad creativa y sólidos emprendedores capaces de atraer consumidores en otras materias. ¿Por qué no ocurre algo similar en el mundo del espectáculo y de la actividad cultural local?

La solución depende de las políticas turísticas o económicas que son más desinhibidas y con menores hipotecas

Aventuro una hipótesis. Hemos dejado la solución de este reto en manos de las políticas culturales cuando, en realidad, su solución depende de las políticas turísticas o económicas que son más desinhibidas y con menores hipotecas sociales y educativas. La producción de contenidos para el consumo masivo debe realizarse con criterios de eficiencia económica, de riesgo empresarial y con criterios de evaluación de la máxima exigencia cualitativa y cuantitativa.

El espectáculo y las exposiciones temporales internacionales tienen un limitado nicho de oportunidad y su producción y exhibición exigen reglas particulares muy distintas a las que cabe aplicar en el terreno de la cultura social o la producción de contenidos para el consumo local. Las políticas económicas y las turísticas no se miden por criterios de pedagogía social sino de efectividad programática y obvian tensos debates sobre los peligros de la comercialización y las virtudes de la cultura participada, que son útiles para ciertos aspectos de la vida cultural y desastrosos para otros más necesitados de inversión y riesgo que de subvención y acompañamiento.

La producción de nuevos contenidos de ocio debe ponerse en manos de los programas turísticos y de desarrollo económico de la ciudad

Ello no significa que las políticas turísticas no deban contener criterios sociales. Deben tenerlos, pero son inevitablemente implícitos a no ser que queramos expulsar o reducir el número de personas que nos visitan,  cosa que en pura racionalidad nadie desea. Las políticas culturales, por el contrario, tienen objetivos sociales explícitos, que no solo deben ser evidentes sino esenciales para darles sentido.

Que poco a poco pongamos en manos de los programas turísticos y los de desarrollo económico de la ciudad la producción de nuevos contenidos de ocio inteligente para nuestros ciudadanos y para los turistas que nos visitan liberando de esta responsabilidad a las políticas culturales es tan urgente como necesario.

Con ello se podrá conseguir una mayor eficiencia en la consolidación de una imagen internacional de Barcelona asociada al consumo cultural inteligente como para liberar el mundo de la cultura de una presión innecesaria que genera incertidumbre y inestabilidad para todos aquellos que la trabajan a escala local. La dimensión económica de la cultura es evidente, pero no puede gestionarse con los mismos instrumentos que los propios de su dimensión social.