El progresismo reaccionario

El progresista recuerda la figura del fraile medieval que, desde el púlpito, incapaz de entender la complejidad del presente, predica su verdad

Si por algo se caracterizan los ciudadanos de nuestras sociedades avanzadas es por la cultura de la queja. Una cultura que se extiende aquí y allá. Una  cultura que todo lo abarca y todo lo abraza. 

En España, entre otros, se quejan el colectivo LGTBIQ, las feministas, los pensionistas, los jóvenes, los sindicatos, los pedagogos, los desocupados o los independentistas. Sí señor, todos tienen derecho a quejarse.  

Ser progresista hoy es quejarse de todo por sistema

A ellos –ya en el ámbito más propiamente  ideológico-, hay que añadir, también entre otros, a los anticapitalistas, los antiglobalizadores, los antioccidentalistas, los antipatriarcales, los ecologistas, los pacifistas o los antimonárquicos. Insisto: están en su derecho.  

Lo que llama la atención de unos y otros es su tarjeta de presentación en sociedad: “Nosotros los progresistas”. De lo cual cabe deducir que ser progresista hoy es quejarse de todo. Por sistema. O, por mejor decir, por antisistema.  

Inciso. Una de las características del progresismo quejoso es el espíritu lúdico: performances, escraches, asedio a personas e instituciones, guateques, marchas y un largo etcétera que cabe situar entre las procesiones rogativas medievales y las meriendas fraternales de don Alejandro Lerroux.  

El progresismo se autoverifica y autolegitima y nunca se refuta

Vale decir que la cultura de la queja progresista –la invención de un imaginario absoluto al cual se atribuye, con razón o sin ella, todos los males- acaba impregnando la trama social gracias a los medios de comunicación. El progresismo siempre encuentra quien lo propague.  

Así se construye una doctrina oficial y una concepción del mundo que, con  frecuencia, no se cuestiona por temor a ser tildado de reaccionario. Más: existe un síndrome de Estocolmo ideológico que inhibe cualquier disidencia. Así se socializa –añadan la escuela- el discurso progresista.

Más. El progresista, convencido como está de ser el protector de la sociedad, así como el garante de la libertad, la justicia y el bienestar frente al mal que acecha, se permite el lujo de señalarnos el recto camino que seguir bajo amenaza de excomunión política, social e ideológica.

El progresista recuerda la figura del fraile medieval que, desde el púlpito, incapaz de entender la complejidad del presente, predica su verdad. Prédica que oscila entre la revelación y la redención.

Concretando: una revelación laica –anticapitalismo, antipatriarcalismo o antioccidentalismo- que promete la redención por la vía de la Tasa Tobin, la renta básica universal, la discriminación positiva, la igualdad del hormiguero, el multiculturalismo o la escuela antimeritocrática.

Suma y sigue. ¿Alguien exige pruebas de la bondad progresista? El progresismo no admite ni verificaciones ni refutaciones. El progresismo se autoverifica y autolegitima y nunca se refuta. Dentro del mismo, todo vale; fuera del mismo, nada vale.

La portavoz de Ciudadanos, Inés Arrimadas (c), junto al líder de Cs en la Comunidad de Madrid, Ignacio Aguado (detrás), y la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís (i), hace declaraciones antes de participar en la manifestación del Orgullo 2019. /J.J. G

una deriva intolerante

Más allá de sus legítimas reivindicaciones, resulta fácil percibir una deriva intolerante en quienes precisamente se presentan como los máximos exponentes de la diversidad

Un ejemplo de lo dicho. Vayamos a la actualidad más inmediata. Reparen en el Orgullo LGTBIQ que desfiló por las calles madrileñas el pasado fin de semana.  

Más allá de sus legítimas reivindicaciones, resulta fácil percibir –en algunos sectores importantes del movimiento- una deriva intolerante –insultos, agua, escupitajos y cascos de botella incluidos- en quienes precisamente se presentan como los máximos exponentes de la diversidad.

La superioridad moral de la izquierda

A lo cual cabe añadir un aire autoritario y reaccionario que construye un espacio “progresista” –político, social, ideológico y moral- en que existe el derecho de admisión. O estás conmigo o estás contra mí. O piensas como yo o puedes salir escoltado por furgonetas de la Policía. Pretende sumar y acaba restando. Y dividiendo. 

Nuestro progresismo reaccionario de cada día, además de un evidente exhibicionismo y afán de protagonismo, frecuenta la unanimidad, luce una supuesta superioridad moral, y aspira al privilegio por ser quien es. Siempre, por definición, se cree en lado bueno de la Historia.   

Y, como puede constatarse, juega a un tiempo el papel de juez y parte. Más: criminaliza, sin derecho a réplica, cualquier opinión que se escape de la norma. Es decir, de su relato.

De su verdad. El discurso progresista recuerda -¿el heredero natural?- al de los viejos inquisidores.