El saqueo de Caja Madrid sale a la luz
La algarabía desatada por el escándalo de las tarjetas “negras” de Caja Madrid alcanza proporciones dantescas. De los 83 personajes que las disfrutaron, docena y media ya han dimitido de los cargos que vienen ocupando o bien les han propinado un cese fulminante. La criba amenaza con cobrarse de inmediato muchas otras piezas.
El episodio encierra una característica sorprendente. Ocurre que las mangancias conjuntas de esta colección de cleptómanos suman 15 millones de euros. Pero tal cifra, aunque estremecedora, es el chocolate del loro si se la compara con la magnitud del desastre de Caja Madrid. Durante el mandato de Miguel Blesa se perpetraron innumerables trasiegos malversadores. Sólo la estrafalaria compra de un banco en Florida arrojó 400 millones de quebranto. Y al final de la película, el rescate de la caja costó a los contribuyentes 23.000 millones de euros, o sea, cerca de 4 billones de pesetas.
Sin embargo, la sangre del colosal percance no llegó al río, pocos se rasgaron las vestiduras y el clamor popular apenas llegó a oírse. Ahora, en cambio, el chusco lance de las Visa “black” tiene en vilo a los ciudadanos y despierta una oleada incendiaria de reproches.
Semejantes peripecias me recuerdan las del mafioso italo-americano Al Capone. Cometió docenas de crímenes y siempre salió impune. Pero un tenaz policía dio en hurgar en sus estados contables. Descubrió que había evadido impuestos. Se trataba de un mero desliz en una larga trayectoria delictiva. Pero bastó para meter a Capone entre rejas y hundir su carrera para siempre.
Los enchufados al consejo de administración y los altos directivos de la caja del oso y el madroño comenzaron a sangrarla sin escrúpulos desde que el PP colocó en la cúpula a Blesa, amiguete de juventud de José M.ª Aznar.
El recién llegado poseía el título de inspector de Hacienda, pero no tenía ni la más remota idea de gestionar un negocio bancario. Pronto comprendió que para manejar la entidad a su antojo sin demasiadas trabas, debía proporcionar alpiste abundante a quienes formaban el sanedrín de la institución, o sea, políticos del PP, Psoe e Izquierda Unida; sindicalistas de UGT y Comisiones Obreras; y como guinda, altos dignatarios de la CEOEy de la Casa Real.
Blesa se las compuso para que todos quedaran contentos y mangonearan a su gusto, siempre con cargo a las muníficas arcas de la casa. La variopinta composición política del consejo de administración, y su aditamento de centrales sindicales y patronales, componen un entramado funesto. Sus integrantes, con Blesa oficiando de capo di tutti i capi, se dedicaron a saquear la caja, como si de una banda de crimen organizado se tratase.
El gran latrocinio
Ya se conoce el monto exacto que defraudó esa tropa de espabilados, uno por uno. El viernes comenzó a revelarse el desglose pormenorizado de la abyecta rapiña. La retahíla de dispendios “gratis total” es interminable: cacerías en África, viajes exóticos por medio mundo, hoteles de cinco estrellas, restaurantes de postín, saunas, salas de fiesta, compras de joyas, muebles, electrodomésticos y prendas de vestir, extracciones de efectivo en los cajeros y un vomitivo etcétera.
Caja Madrid y su sucesora Bankia ejemplifican los peligros gravísimos de la politización. Las cajas de ahorros funcionaron correctamente mientras la gestión se mantuvo en manos de los profesionales nombrados por las instituciones fundadoras.
Así fueron capaces de sortear las variadas crisis bancarias que estallaron en el curso del tiempo. La penúltima, acaecida a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, se llevó por delante a la mitad del centenar de bancos que funcionaban por aquella época. En cambio no cayó una sola caja.
La génesis del destrozo arranca de mediados de los 80, cuando Felipe González cambió la ley reguladora de las cajas y tendió un puente de plata para el desembarco de los políticos en sus máximos órganos de gobierno. En ese instante se puso en marcha la bomba de relojería que acabaría por arrasarlas y borrarlas del mapa.
Las más dañadas –y desvalijadas– son justamente aquellas cuyos estados mayores más emponzoñados estaban de desaprensivos de la casta política. Esta circunstancia me lleva a rememorar una frase antológica del gángster arrepentido Michael Corleone en el acto final de El Padrino: “El crimen y la política son una misma cosa”. Dicho sea de paso, esa trilogía dramática, la más famosa de la historia del cine, es una de las cintas predilectas de un tal Eduardo Torres-Dulce, a quien Mariano Rajoy nombró fiscal general del Estado en diciembre de 2011.