Elecciones catalanas: ¿Cuánto se debe?

Atendiendo a la petición del director de ED, me propongo dibujar unos pocos trazos gruesos sobre cómo se ve desde fuera de Catalunya la aventura que terminará –o quizá empezará- con los comicios autonómicos adelantados del 25 de noviembre, consciente de que en ningún caso las cuatro ideas representan el sentir de casi nadie en concreto y que para abordar “el problema” catalán haría falta algo más que un artículo periodístico.

Lo primero que hay que decir es una obviedad: las elecciones autonómicas catalanas se han planteado como un plebiscito en torno a Artur Mas y su propuesta independentista, y habrá que reconocer que pese a las muchas dudas racionales que suscita su propuesta, incluso entre sus propios seguidores, ha conseguido generar una quiebra en la sociedad catalana que se convierte en un vendaval en el resto de España, lo que tendrá consecuencias negativas, sea cual sea el resultado final del proceso.

Las razones de esta aventura emprendida por Mas son más confusas que nunca y pocos creen que el primer puesto lo ocupe el hecho identitario catalán, siendo mayoría los que apuestan por motivos más prosaicos como ocultar una desastrosa gestión de gobierno o tapar el fuerte hedor a corrupción que desde hace décadas circula por las cloacas políticas nacionalistas, lo que se conseguiría con la desaparición de la Agencia Tributaria estatal que traería el tan demandado pacto fiscal.

Difícil entrar en el análisis planteado por Mas sin que se mezclen sentimientos, emotividades y la necesaria racionalidad intelectual que requiere un asuntos de estas características, pero el president ha tensado la cuerda más allá de lo razonable, aunque es consciente de que con este envite, en el caso de llegar al final buscado por el nacionalismo independentista catalán, tanto Catalunya como España tienen necesariamente mucho que perder y este sería uno de los pocos casos en la historia de la humanidad en que dos partes confrontan sin el mínimo atisbo de ganar nada en la pelea, sino más bien todo lo contrario, lo cual eleva este aquelarre independentista a un nivel del todo punto imposible.

Esto lo saben Mas y Rajoy y buena parte de la clase empresarial española que ve con escepticismo esta deriva imposible, aunque ello no es óbice para que muestren preocupación por un proceso que se les está yendo de las manos a quienes lo propiciaron ya que el tsunami ciudadano amenaza con barrer demasiados años de historia y convivencia. Será el lógico resultado de que las vísceras se impongan sobre el cerebro, en el caso de que éste no sea una víscera más, lo cual, en ocasiones, muchos se empeñan en demostrar.

La tendencia normal de los ciudadanos ante este tipo de situaciones, gracias a los políticos que los representan, es simplificar el escenario, reduciendo el complejo asunto a un estúpido y maniqueo juego de buenos contra malos, en el que unos y otros participan con un fervor digno de mejor causa.

Como suele ser habitual en este tipo de situaciones a estas alturas de la historia, sería bueno que ambas partes –dejamos al margen a la “clase política”– se pusieran de acuerdo en algunas cuestiones para que desde esa base se pudiera llegar a puntos de consenso. El problema está en que faltan referentes –antes se llamaban intelectuales- que quieran o puedan jugar el papel de puentes y llevar claridad al necesario debate.

Una de esas cuestiones podría ser que la irrupción del independentismo, con la furia que se produce, tiene su origen en els dinero y es el dinero el que marca calendarios, fobias y filias. Y detrás del dinero, viene todo lo demás, que poco es, cuando se comprueba, y es algo reconocido en la propia Catalunya, que la presencia del Estado en la comunidad autónoma es, desde hace años, ciertamente residual.

No es el momento de entrar en cuestiones sobre balanzas fiscales o sobre si Catalunya da más que lo que recibe o sobre si algunos andaluces pasan el día en la taberna del pueblo esperando a cobrar el PER, ya que todo ello busca obviar algo tan simple como es el principio básico de solidaridad, según el cual, el que más paga es el que más tiene.

Así lo entendió Europa que basa buena parte de su construcción en ese principio y gracias al cual Catalunya percibió fondos estructurales y de cohesión, entre 1986 y 2006, por un total de 8.640 millones de euros, cifra sustancialmente menor que la recibida por Andalucía, Castilla-La Mancha, Extremadura y Galicia.

Aunque sea un lugar común, repetido por los “enemigos imaginarios” de Catalunya, Mas sabe que con este envite busca desviar la atención de las graves dificultades económicas a la que se enfrentan los ciudadanos catalanes y que la independencia no es, ni de lejos, la solución a los problemas de Catalunya, sino más bien todo lo contrario. Pero de entrada, lo que sí ha conseguido el victimismo de Mas es ganar la batalla emocional a la que es fácil recurrir cuando las cosas vienen mal dadas. En eso consiste la famosa teoría del enemigo exterior.

Por eso, los empresarios de un lado y otro del Ebro han mantenido una postura tibia, conscientes de que el problema radica en la cuenta de resultados y ésta no se resuelve con proclamas independentistas ni con apelaciones al sentimiento identitario, algo que los nacionalismos aquí y allá, manejan con especial maestría en beneficio propio.

El drama es que la cuestión catalana, tal y como la ha planteado el “molt honorable”, ha desbordado los cauces como era de prever y ocurre cuando se recurre al incontrolable mundo de los sentimientos. Y así, la ciudadanía -de un lado y de otro- ha dado rienda suelta a sus emociones, muy alejadas de los principios presupuestarios, y los comicios catalanes se plantean como un proceso de repudio, repleto de reproches mutuos, que será difícil de restaurar en el futuro.

La cuestión ya no es si hay plaza en la Unión para una Catalunya independiente, si la Constitución Española es un elemento a ignorar, si se producirían deslocalizaciones empresariales o si los catalanes vivirán más años si son independientes.

El problema verdaderamente importante y cutre entre tanto ideal, es que si Catalunya lograra la independencia el día 26, al día siguiente Mas y su equipo deberían hacerse cargo de una deuda pública equivalente al 22% del PIB de España o, si se quiere, al 20% del total de la deuda pública española o, lo que es lo mismo, a más de 200.000 millones de euros, cifra que dividida entre la población catalana es un pastón. Me temo que eso no les gustaría a los mercados. ¡Es que son muy suyos!

Carlos Díaz Güell es editor de ‘Tendencias del Dinero’, publicación ‘on line’ económico-financiera de circulación restringida