‘Empresópolis’

Si a Aristóteles le interesa la ciudad-estado, a las multinacionales españolas como el Santander y Telefónica les interesa la ciudad-empresa

En la Política, Aristóteles afirma que la ciudad –lean la comunidad– nos hace humanos. Y añade que la comunidad perfecta es aquella que alcanza la autosuficiencia con la intención de conseguir la vida buena.

A la manera de Aristóteles, hay diversas empresas españolas –Banco Santander, Telefónica, Repsol, BBVA– que intentan, desde hace algunos años, la construcción de algo parecido a la ciudad del filósofo.

Si a Aristóteles le interesa la ciudad-estado, a las multinacionales les interesa la ciudad-empresa. Empresópolis, podríamos decir. El mismo objetivo: autosuficiencia y vida buena.

La idea –inspirada en otras empresópolis existentes en Estados Unidos, Europa o Australia– se materializa en las afueras de la ciudad, aunque no siempre, y reúne lo que necesita o quiere el empresario y el trabajador. En beneficio –rentabilidad del capital y del trabajo– de los dos.

Para el trabajador: transporte, tecnología, guarderías, consultorio médico, gimnasio, golf, piscina, peluquería, tintorería, supermercado, restauración, museo. Energía solar y ausencia de contaminación acústica. Todo, en un entorno horizontal, amable, abierto, luminoso, verde y sostenible.  

A ello, hay que añadir un horario flexible que facilita la conciliación de la vida laboral y familiar del trabajador primando la productividad y los objetivos en detrimento de la mera presencia.

La utopía «real» engendra opresión, ineficiencia y miseria

Para el empresario: abaratamiento de costes, aumento de la productividad, concentración empresarial en un solo complejo, obtención de plusvalía por la venta de los edificios diseminados. Incluso –más plusvalías–, hay quien vende la empresópolis para luego alquilarla.

La empresópolis liberal-capitalista se supera a sí misma y a cualquier alternativa distinta.

A sí misma, por sobrepasar las colonias industriales del XIX. A cualquier alternativa, por huir de las utopía literaria –Fourier, Cabet u Owen– que se estrella contra su propia fantasía, y por alejarse de la utopía “real” –URSS o Cuba– que engendra opresión, ineficiencia y miseria.

El secreto del éxito de la empresópolis liberal-capitalista –más allá de los problemas: que los hay–, reside precisamente en asumir la imposibilidad de alcanzar el mundo feliz de las utopías alternativas al sistema capitalista. Y actuar en consecuencia.

El capitalismo liberal asume la inviabilidad de la sociedad reconciliada que predica el socialismo y la izquierda; también, el carácter nocivo de los resultados de cualquier alternativa distinta. Y actúa en consecuencia.

El capitalismo liberal admite la lección de la historia: la construcción de un orden social sin conflicto es –guste o no– una quimera, a veces, de crueles consecuencias. La naturaleza del ser humano es conflictiva y los proyectos de nuevas sociedades se han construido vía coacción y totalitarismo.  

El capitalismo liberal no aspira a un nuevo mundo, sino a ordenar razonablemente el que ya existe

Por eso, el capitalismo liberal no aspira a un nuevo mundo, sino a ordenar razonablemente el que ya existe. Truman Capote: «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desatendidas”. De eso se trata: evitar el derramamiento de lágrimas. O sea: sentido del límite.

Aristóteles, de nuevo. La empresópolis liberal-capitalista –que busca administrar la realidad conjugando intereses distintos– apuesta por una determinada autosuficiencia que, pese a los conflictos que genere, busca una vida buena entendida como el mejor de los mundos productivos posibles.

Parafraseando a Aristóteles, la ciudad-empresa, como la ciudad en sí, también nos humaniza.