En Madrid como en Cataluña

Mientras en Madrid los partidos se enzarzan en discusiones ideológicas, las preocupaciones de los partidos catalanes se centran cada vez más en la propia supervivencia

Poca nota se ha tomado desde Barcelona de la ausencia del asunto catalán en la campaña madrileña. Casi de repente, el monotema ha dejado de interesar y ha sido abandonado. Resuelto, por lo menos de momento. Cataluña ya no es un problema para España. Si bien, como veremos, el problema de las elecciones de Madrid proviene de Cataluña.

El problema, provocado por el atrincheramiento partidista, se llama desentendimiento de la ciudadanía. Fagocitada por la polarización de principios irreconciliables, la política abandona el día a día, los políticos dejan de centrarse en la obra de gobierno y se consideran inmunes a sus consecuencias.

Mientras en Madrid los partidos, henchidos, pletóricos, vociferantes, se enzarzan en discusiones de principio y se envuelven en banderas ideológicas, que si fascismo, que si comunismo, las preocupaciones de los partidos catalanes, ya instalados en la falta de interlocución que en Madrid acecha, se centran cada vez más en la propia supervivencia. A costa tanto de los propios electores como de los demás aunque muchos no se den cuenta.

Encerrados en su burbuja, los dos partidos independentistas, sentados cara a cara, se miran el uno al otro en vez de ponerse de lado, contemplar el país que tienen enfrente y disponerse a gobernarlo a fin de que salga del atolladero. Se creen, ellos, sus propagandista e incluso el conjunto de los medios, que el problema de ERC es JxCat y viceversa.

Encerrados en su burbuja, los dos partidos independentistas, sentados cara a cara, se miran el uno al otro en vez de ponerse de lado, contemplar el país que tienen enfrente y disponerse a gobernarlo

Pero en realidad no es así. En vez de instarles día sí día también y desde los más diversos estamentos a formar Govern de una vez, lo que de veras deberían exigir desde la sociedad civil es algo útil y comprensible, que el Govern sirva para algo, que responda a una dirección, que fije unos objetivos a corto y medio plazo, que haga lo posible, mediante sus obras, abandonando su desvencijada y ya no creíble palabrería, para ir mereciendo de los ciudadanos algunas cotas de la confianza perdida en la o las últimas legislaturas.

Si el último president consideraba inútil la Generalitat, como rémora del pasado que lastraba el avance hacia la independencia, el próximo deberá emplearse a fondo para demostrar que, si bien insuficiente, sometida, vigilada y con las alas recortadas, la Generalitat dispone de unos recursos y unas capacidades nada desdeñables.

Más allá de los círculos dirigentes de JxCat y ERC, a nadie parece importarle lo que, una vez pactado, nombrado y tras la fría, cansina y totalmente desprovista de entusiasmo toma de posesión, vayan a decir o decidir los consellers. Mal, muy mal por parte de la sociedad y sus estamentos.

A los gobiernos hay que exigirles, presionarlos, cuestionarlos, azuzarlos, incluso sonreírles de vez en cuando, todo menos dejarlos de lado por inútiles. Desentenderse de lo que decidan es algo peligroso en extremo, ya que equivale a darles carta blanca para que vayan a lo suyo, a lo de partido, y no a lo de todos.

A los gobiernos hay que exigirles, presionarlos, cuestionarlos, azuzarlos, incluso sonreírles de vez en cuando, todo menos dejarlos de lado por inútiles

Mucho antes de que Pedro Sánchez se crea salvado porque la desaparición de Cs le entroniza como única alternativa a Vox, y ello le proporciona un amplio margen de gobernar discrecionalmente, sin temor a la crítica, los partidos independentistas, amparados en el bien superior del objetivo final, aprendieron a repartirse el poder y ejercerlo con desprecio de toda crítica.

De este modo, lo que aquí empezó se expande allá: mediante discursos atronadores, se desautoriza a la oposición antes de que abra la boca. No importa lo que usted diga porque está en contra de las aspiraciones catalanas. Como socio de Vox usted es sospechoso de anti demócrata, por lo que su labor de oposición deja de tener sentido.

Esta artimaña, la de esgrimir los valores diferenciadores a fin de gobernar cada cual a sus anchas, conduce, a base de esquivar el debate del día a día, a una suerte de autismo social. Es inútil, mientras apelan a principios contrarios e irreconciliables van a hacer lo que les dé la gana, a salvo de todo ataque que no sea ideológico, de todo posicionamiento que demande medidas de gobierno más allá de la explotación de la emocionalidad.

El mejor antídoto de los partidos para inhibirse de la siempre difícil y arriesgada pero imprescindible ambición transformadora son las trincheras. Cuanto más profundas, menos cuentas por rendir. Lo ocurrido en Cataluña en los últimos años, que las trincheras han permitido al ejecutivo hacer lo que le dé la gana sin temor al escrutinio ni social ni de la oposición, se va a imponer, por contagio, tanto en la Comunidad de Madrid como en La Moncloa.

Lo ocurrido en Cataluña en los últimos años, que las trincheras han permitido al ejecutivo hacer lo que le dé la gana sin temor al escrutinio ni social ni de la oposición, se va a imponer, por contagio, tanto en la Comunidad de Madrid como en La Moncloa

Gane quien gana en Madrid, perdemos todos por la devaluación y desnaturalización subsiguiente del debate gobierno-oposición. Eso, que es de lo peorcito que le puede ocurrir a la política, tiene origen catalán. Sin embargo, lejos de contraponer un cortafuegos de normalidad democrática, Madrid ha importado un modelo cuyas consecuencias vamos a pagar todos.

Si por lo menos los dos partidos destinados a gobernar la Generalitat evitaran, no ya el choque entre ellos, sino la desconexión con la sociedad a partir de la desautorización del otro bloque, tal vez lo que comenzó a estropearse por Cataluña podría empezar a repararse en Cataluña.

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