En manos de los peores

El enfrentamiento entre PSOE y PP nos aboca a una crisis funcional del sistema político. Pactar no es un desiderátum sino una necesidad inaplazable

Desafía a la decencia que los principales partidos de nuestro país se empecinen en una confrontación que, en nombre de la ciudadanía, sumerge a toda la sociedad en la frustración. Vivimos en tiempos de superlativos: la mayor amenaza para la salud; la más profunda caída de la economía; el peor horizonte del empleo… Ante esos retos, la respuesta de las formaciones con mayor representación parlamentaria es perseverar en su “relato” en lugar de atender al imperativo del bien común.

La renovación del Consejo General del Poder Judicial es la última manifestación de esa peligrosa espiral. Una carrera hacia el fondo en la que el tacticismo –la oposición sin cuartel del Partido Popular contra un Gobierno que intenta sortearla con atajos legales— amenaza los fundamentos mismos del estado de derecho.

El embate del coronavirius se solapa con dolencias preexistentes que la pandemia ha puesto dolorosamente de manifiesto: la cuestión territorial, la fragilidad de nuestro modelo económico, el deterioro de la sanidad y la educación. Otros asuntos, como el futuro de la monarquía, permanecían larvados hasta que los desafueros del Emérito los ha aflorado en el momento menos oportuno.

Perturbación constitucional

Lo que menos necesita España en estos momentos es que se perturbe el equilibrio constitucional entre los poderes del Estado, forzando en el Legislativo una reforma del Judicial que acomode las necesidades inmediatas del Ejecutivo. Pedro Sánchez ha evocado reiteradamente el ‘pacto constitucional’ para defender la Corona. Ese pacto obliga con la misma solemnidad a abstenerse de violentar la gobernanza de los jueces.

En sí mismas, cada una de las situaciones anteriores constituye una crisis mayúscula; juntas, conforman una amenaza existencial de horizonte indefinido. Desde la restauración de la democracia, nunca ha sido más necesaria una política de altos vuelos orientada a buscar soluciones. En su lugar, la generación de políticos más mediocre de los últimos 40 años solo consigue agravar los problemas hasta el punto de alarmar a las instituciones de la UE. Lo que está en juego no son solo nuestras credenciales democráticas sino los 140.000 millones de euros en ayudas europeas sin los que la devastación del coronavirus alcanzará una dimensión inimaginable

No todos los protagonistas de la vida pública actúan con sectarismo, como demuestran las decisiones tomadas frente a la pandemia por gobiernos autonómicos de diverso signo. Lo que ocurre es que su labor queda opacada por la irresponsabilidad de quienes deberían dar el mayor ejemplo de liderazgo. Los dirigentes de los principales partidos representados en las Cortes son los más merecedores de reproche. PSOE, PP, Vox y Ciudadanos –y, por supuesto, los independentistas catalanes— han convertido el Congreso un campo de batalla. La función de un parlamento es acordar las reglas que establecen derechos y deberes, ordenan la convivencia y arbitran equilibrios entre diferentes intereses… Lamentablemente, lo que emana de la Cortes es todo lo contrario.

¿Vivimos en una cacocracia?

Los plenos del Congreso, particularmente las sesiones de control del Ejecutivo, se han convertido en un espectáculo de división y hostilidad que, semana tras semana, sumerge a la sociedad en un pozo de descreimiento. Cada algarada parlamentaria; cada nuevo episodio del “y tú más”; cada cruce de acusaciones e insultos –en las Cortes, en las autonomías o en los ayuntamientos— reafirma la sospecha de que vivimos en una cacocracia, el gobierno de los peores.

¿Cómo hemos llegado a esta triste situación? Parte de la explicación reside en la dinámica de unos partidos que reprimen la crítica interna, fomentan el clientelismo y nutren sus candidaturas, no con los más capaces, sino con los más leales. O con los que más llaman la atención. La consecuencia es que una mayoría de los puestos electivos en todos los niveles de la vida pública estén colonizados por quienes han hecho de la política un medio de vida.

Las dos principales fuerzas del arco político, PSOE y PP, digirieron mal el final del bipartidismo. El surgimiento de la “nueva política” (de la que ya no habla nadie) les obligó a competir por la parcela del electorado que antes ocupaban en monopolio. Ahora dependen de formaciones menores –Unidas Podemos, Vox, Ciudadanos y los partidos regionales y nacionalistas— para conquistar o conservar el poder. El resultado es que Pedro Sánchez gobierne hipotecado por Pablo Iglesias, cuya supervivencia política requiere pegarse al PSOE como una rémora al tiburón. O que la estrategia de Pablo Casado para recuperar el electorado popular, perdido a cuenta de la corrupción, consista en emular el celo ultra y populista de Vox. En ambos casos, es la cola la que mueve al perro.

Las dos principales fuerzas del arco político, PSOE y PP, digirieron mal el final del bipartidismo

El desgaste implacable del rival forma parte de la cultura política española. Socialistas y populares llevan décadas practicando el acoso y derribo. Pese a ello, ambas formaciones supieron promover en el pasado pactos de Estado ante retos trascendentales: el que aprobó la Constitución (1978); los de desarrollo autonómico (1981 y 1992); el de Ajuria Enea contra el terrorismo (1988, ampliado en 2015 para incluir el yihadismo); el Pacto de Toledo sobre el sistema de pensiones (1995) y el acuerdo contra la violencia de género (2017).  

La gravedad y consecuencias de la pandemia son comparables a los imperativos que, en su momento, permitieron superar la ideología y el interés electoralista. Hoy, el enfrentamiento entre socialistas y populares –cada uno apoyado en sus aliados— nos aboca a una crisis funcional del sistema político. La unidad de acción frente a las grandes prioridades no es un desiderátum abstracto sino una necesidad urgente e inaplazable.

La pregunta es si dirigentes como Sánchez, Casado o Iglesias sabrán escapar de los confines del dichoso “relato” para comprender que sus acciones –u omisiones— tienen consecuencias. Lo que hagan en las próximas semanas comprometerá el futuro material de millones de ciudadanos. Su responsabilidad es inmensa. Si fracasan, lo pagarán.